“Primero vinieron y
se llevaron a los comunistas y como no éramos
comunistas, no nos preocupamos.
Después vinieron y se llevaron a los Judíos y como no
éramos Judíos, no nos preocupamos...
Luego vinieron por los negros y como no éramos negros,
tampoco nos preocupamos...
Ahora están golpeando a nuestra puerta...“
Martin Niemöeller
La salud colectiva no
ha sido un tema prioritario para los argentinos durante
los últimos treinta años. Por un lado, dejamos que los
medios masivos de comunicación nos vendieran un
imaginario médico centrado en la alta tecnología. Por el
otro lado, pusimos nuestras expectativas en un sistema
de atención cada vez más fragmentado, mientras
abandonábamos las políticas sanitarias.
Hemos hipertrofiado nuestro sistema de salud mientras
dejamos atrofiar nuestras respuestas sanitarias.
Faltaríamos a la verdad si afirmáramos que carecemos de
un sistema de salud. El problema es que tenemos muchos.
Esto sucedió, de a poco, como resultados de un largo
proceso donde cada uno atendía su juego y nos
desentendíamos de la salud colectiva.
Primero dejamos que se impusiera una definición: que no
alcanzaba con la respuesta estatal a nuestros problemas
de salud. Entonces, apostamos a seguros sociales que,
por definición, imponen aportes y contribuciones
obligatorias, mientras distribuyen beneficios siguiendo
padrones solidarios. Claro que esa solidaridad se
practica sólo entre quienes están asegurados y la mitad
de la población no lo está.
Luego, como la respuesta de los seguros sociales tampoco
nos resultó suficiente, hemos alentado el surgimiento de
un mercado de seguros privados. Donde, también por
definición, la contratación y el aporte son voluntarios
y los beneficios son concentrados. La realidad es que
cuando los sectores de ingresos medios y altos no
necesitaron más de la respuesta estatal en salud, la
financiación y el mantenimiento de los servicios
públicos perdieron prioridad. La triste consecuencia es
que los servicios para atender a los pobres siempre
tienden a convertirse en pobres servicios.
Después, atomizamos la respuesta de esos servicios en
vías de empobrecimiento. La descentralización hizo que
no tengamos más un subsistema público sino muchos.
Tantos como provincias y municipios. Y nadie hizo un
intento de coordinarlos. Vale la pena reiterar ésta, que
es la tesis central de este artículo: desde la
descentralización de los servicios públicos de salud
nunca hubo un intento por coordinar las respuestas
públicas.
Tenemos un Consejo Federal de Salud (COFESA), que ya es
treintañero (fue creado en 1971) sin que jamás los
ministros provinciales y nacionales hayan convocado a
los municipios para coordinar acciones. A su vez,
ninguna provincia hizo su propio consejo de salud en el
cual se juntaran de forma periódica las autoridades
provinciales y municipales. Y esto no sucedió por falta
de ejemplos. Hace veinticinco años que vemos como
nuestros vecinos en Brasil asumen de forma casi
religiosa la coordinación intergubernamental de las
acciones sanitarias.
Si cada provincia y municipio se las arregla por su
cuenta, el sistema de servicios de salud comienza a
padecer ineficiencias e ineficacias por falta de
racionalidad. Una plétora de servicios por un lado y
carencia de los mismos por otros. Duplicación de la
oferta, subsidios cruzados y pacientes peregrinos.
Tómese como ejemplo que el 41% de los egresos de los
hospitales porteños y 39% de las consultas son de
habitantes del Conurbano Bonaerense).
Como en el verso del epígrafe, ahora vienen a golpear a
nuestras puertas. O para ser más exactos, deberíamos
decir ahora comienzan a zumbar en nuestros oídos. Porque
la amenaza que pone en evidencia nuestra dejadez
sanitaria tiene como protagonista al mosquito.
¿PARA QUE TENEMOS UN MINISTERIO
DE SALUD?
¿Para qué sirve un ministerio de salud nacional que no
tiene servicios propios? En principio para coordinar y
regular. Pero ya vimos que claudicamos de la
coordinación y otro tanto podríamos decir de la
regulación. Pero ese es tema de otro ensayo.
El argumento más importante es que hace falta un
ministerio nacional para garantizar la provisión de
aquella parte de la salud que constituye un bien
público. Es decir, para estimular la promoción, la
prevención, ejercer el control y la vigilancia
sanitaria. No son tareas simples ni son tareas menores y
bien desempeñadas harían que todo el sistema funcionara
mejor. Son tareas abandonadas, que hemos dejado
atrofiar, que hemos descuidado y desfinanciado. Que
hemos debilitado con la descentralización. En síntesis,
promoción, prevención y vigilancia son funciones
esenciales en salud que debiéramos asumir como
prioridades absolutas y principal eje de la coordinación
intergubernamental del sector.
Las conquistas sanitarias más importantes no tienen al
sistema ni a sus servicios como protagonistas. Porque
para producir salud hace falta mirar también por fuera
de los servicios. Más salud no es más hospitales. Como
afirmaba Ramón Carrillo, la salud va a estar bien el día
en que necesitemos menos hospitales. Frente al discurso
mediático actual esto puede parecer absurdo. La salud es
representada como el resultado de un combate de comandos
de elite, donde héroes como el Dr. House y su equipo, o
el grupo de emergentólogos de ER, vencen al enemigo
utilizando las tecnologías más sofisticadas.
LOS MOSQUITOS NO ESTAN EN EL
PMO
Mareados por esa imagen de la salud centrada en los
hospitales, tardamos demasiado en percibir el amenazador
vuelo del Aedes Aegypti a nuestro alrededor. Un mosquito
urbano que es vector de dos enfermedades contagiosas
mortales como el Dengue y la Fiebre Amarilla. Junto a su
primo Anopheles, responsable por la Malaria, constituyen
aún hoy las mayores amenazas a la salud pública. En el
mundo hay, cada año, unos 500 mil casos de Malaria y 200
mil de fiebre Amarilla. A su vez, sólo en nuestra
región, el Dengue ha causado cerca de 150 mil casos en
lo que va de 2009.
Es que los mosquitos no responden a la hipertrofia de
nuestro sistema de salud. Los mosquitos no tienen obra
social ni prepaga. No son municipales, provinciales ni
nacionales. No preguntan a sus víctimas si son
asalariados en blanco o son trabajadores informales.
Incluso, se confunden los medios masivos de comunicación
cuando describen al Dengue como una enfermedad de la
pobreza. El mosquito es un iconoclasta y pica a todos
por igual. Si mueren más los pobres que los ricos es por
falta de acceso al tratamiento oportuno y adecuado.
A este supervillano no se lo combate con cuerpos de
elite equipados con supertomógrafos helicoidales
multicorte. Lo más efectivo es aplicar una antigua
estrategia higienista, que llegue casa por casa, con
información, eliminando cacharros y focos donde pueda
haber larvas, y rociando con veneno allí donde haga
falta.
Aunque hoy nos resulte paradójico, tenemos en el país al
mejor ejemplo en la lucha contra el mosquito. En 1945 el
doctor Carlos Alvarado creaba el LAMI, servicio de lucha
antimosquito integral. En dos años de trabajo consiguió
reducir una incidencia de 300 mil casos de paludismo a
sólo 137 casos en una zona hiperendémica de un millón de
kilómetros cuadrados.
Alvarado descubrió que se podía combatir al mosquito
durante diez meses al año, centrándose en la eliminación
del alga spirogirae cuya presencia estaba altamente
correlacionada con las larvas del Anopheles. Vencido el
Anopheles pudo concentrar sus esfuerzos sobre Aedes. La
técnica de intervención era muy simple: inspectores
domiciliarios preparaban una suspensión de DDT en
petróleo y con ella trataban charcos, lagunas, fuentes y
desagues. Un control sistemático y riguroso le permitió
eliminar el mosquito.
El “hombre de la gotita”, así se lo conocía de forma
popular. Diseñó estrategias militares para vencer al
enemigo. Trazó mapas precisos y entrenó sus tropas: un
agente sanitario cada 4.000 habitantes. Controló las
enfermedades y se convirtió en “héroe sanitario
panamericano”. Es poco lo que se ha innovado sobre el
método de Alvarado. Pero lo hemos abandonado.
El mosquito festejó cuando en un pasado, que hoy nos
parece casi prehistórico, se anunció la creación de un
fondo de redistribución social para salud de $600
millones integrado por recursos que se prevía recaudar
con la derogada resolución 125, aumentando las
retenciones a las exportaciones agrícolas. Se habló de
construir nuevos hospitales e incluso algunos Centros de
Atención Primaria. De nuevo el Doctor House le ganaba al
Doctor Alvarado.
Mientras esto sucedía Brasil escalaba la producción de
vacunas antifiebre amarilla en su fábrica Carioca de
Biomanguinhos y desarrollaba una vacuna contra el Dengue
en el instituto Butantan de San Pablo.
No es justo echarle la culpa de nuestro retroceso
sanitario sólo a las autoridades. Aun suponiendo que las
autoridades sanitarias tuvieran clara la prioridad. El
mejorar la prevención y el control no hubiera tenido
buena acogida por la prensa ni impacto positivo en la
opinión pública. Con muy pocos recursos se hubiera
podido implantar un LAMI, se hubiera fortalecido la
logística para que las muestras de sangre lleguen rápido
al Instituto Maiztegui o al Malbrán y los resultados de
diagnóstico estén disponibles en pocas horas. Esto
hubiera permitido disponer de una sola cifra oficial de
incidencia. Se hubiese provisto insecticidas y reponer
aquellos “vencidos”. También habrían sobrado para
adquirir equipos de rociado que, hoy debemos pedir
prestados al Paraguay.
La salud colectiva no ha sido un tema que preocupara a
los sectores medios y altos de la Argentina durante los
últimos treinta años. Hizo falta esta lamentable
insurrección del mosquito para recordarnos que la salud
no es sólo el sistema.
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