Nuestra sociedad ha experimentado muchos cambios hacia
fines del siglo pasado. Uno de ellos es en relación al
lugar que ocupaba el médico ante sus pacientes.
La progresiva socialización de la atención de la salud
en los últimos años ha llevado a la pérdida progresiva
de la figura histórica del médico de cabecera.
Aquel profesional que atendía a nuestros abuelos y
padres, y era el referente de confianza de nuestras
familias.
Ese médico de cabecera ocupaba “un lugar en el bronce”,
ya que su opinión era aceptada en general sin
cuestionamientos por los pacientes, circunstancia
motivada en la confianza que en él se depositaba.
Los tiempos han cambiado, la sociedad ya no es la misma…
En especial, la atención de la salud es diferente de la
de años atrás, influenciada sin lugar a dudas por
factores socioeconómicos.
Los profesionales se han visto obligados en la mayoría
de los casos a atender una gran cantidad de pacientes en
un menor lapso, lo que ha llevado a cierta
despersonalización de la relación médico paciente,
llevando incluso a los médicos a recordar más a sus
pacientes por la patología que los aqueja, que por su
propio nombre.
No es González o Rodríguez, sino un cólico renal o una
anemia.
Por la misma razón, también se ha generado en algunos
casos una cierta deshumanización, llevando en ocasiones,
cuando algo sale mal en el proceso de la atención, a una
situación que metafóricamente pone a ambos integrantes
“en veredas opuestas”, lo que en algunas circunstancias
siembra la semilla para un cuestionamiento ya sea
judicial o extrajudicial por “mala praxis“.
Analizando esta realidad actual, ello comienza en los
últimos 25 años acentuándose en la última década cuando
ya decididamente los pacientes se pusieron en un rol “de
consumidores“.
En primer lugar quisieron saber si el estándar de
atención había sido el adecuado, en segundo lugar cuando
algo salía mal desearon explicaciones sobre lo sucedido,
como así también en muchas circunstancias expresaron que
-alguien debía hacerse responsable ante un eventual
evento adverso con daño.
Todo lo desarrollado conduce a un nuevo escenario en el
que se encuentra hoy nuestra actividad médico
asistencial, habiéndose modificado no sólo las
características de la relación, sino también los actores
de la misma, con nuevas reglas de juego.
Es así, que adquiere una gran importancia para los
profesionales de la salud en general, no minimizar el
impacto que una mala relación médico-paciente-familia
tendrá ante un resultado disvalioso en la práctica
profesional.
Los médicos somos seres humanos que actuamos sobre seres
humanos, o sea que podemos cometer errores y actuamos
sobre máquinas no previsibles, como somos los seres
humanos, por lo que un resultado adverso es una
contingencia posible.
Por tal motivo y ante este nuevo escenario resulta muy
importante que tengamos en cuenta que debe existir un
verdadero compromiso con nuestros pacientes, ya que por
más grande que sea un error cometido, si ellos perciben
nuestra preocupación cuando el resultado no es el
óptimo, acompañándolos con su familia hasta lograr su
solución o minimizando su impacto negativo en la mayor
medida posible, estadísticamente la frecuencia de
reclamos se reduce considerablemente.
Por supuesto, si bien es conocido que en la mayoría de
los reclamos está presente, subyacentemente, el deseo de
una compensación monetaria, no siempre es así, por lo
que esta realidad no invalida los importantes frutos que
un profesional pueda cosechar al no demostrar
indiferencia ante una complicación y actuando con
diligencia y compromiso en pos de lograr la referida
solución del problema acontecido.
Como corolario de todo lo referido previamente,
mencionaré algunos conceptos volcados por los autores
brasileños, Júlio Cézar Meirelles Gomes y Genival Veloso
de França, en el libro “Iniciación a la Bioética”, 2005,
y que resumen el núcleo de este importante tema:
“El médico representa el ser humano investido de la
prerrogativa sobrehumana de mitigar el dolor, aliviar el
sufrimiento y aplazar la muerte del semejante. Por eso,
su error asume proporciones dramáticas, representa la
negación del bien, pero nunca la intención del mal.
Cuando hay una asociación activa, bilateral, marcada por
el respeto, por el afecto y por la transparencia y
consumada bajo los auspicios de la autonomía, esa
relación alcanza un elevado y perfecto grado de
comprensión y tolerancia mutuas. No al punto de
consentir errores de parte a parte, sino de transformar
las fallas comprensibles y enseñar el ejercicio del
perdón en la parte ofendida o por lo menos una
respetuosa tolerancia.
Lo que más irrita al paciente y a su familia es la
arrogancia del médico apoyada en su concepción de
excelencia técnica. La arrogancia, unilateral y de
arriba hacia abajo, es incompatible con la buena
relación médico-paciente.
El meollo de esa relación depende del respeto bilateral,
de la atención al paciente como un ser humano sustraído
de su ambiente familiar y de su convivencia social de
origen, rehén de una institución poco placentera, además
de la amenaza de extrañas enfermedades, dolorosas o
humillantes.”
Por lo que, en síntesis, si bien el error médico es una
realidad incontrovertible, sus consecuencias pueden
minimizarse, fortaleciendo la relación con nuestros
pacientes, actuando con diligencia y comprometiéndonos
ante un evento adverso, lo que redundará sin lugar a
dudas en una disminución de todo tipo de
cuestionamientos |