A esta altura de la crisis producida por el Covid-19
están claras las líneas de quiebre que enfrenta, por
diversos motivos, nuestro sistema de salud. En el
momento de escribir esta columna estamos todos a la
espera de un mayor impacto de la demanda sobre los
servicios sanitarios y el agravamiento de los
indicadores provistos diariamente por el Estado nacional
que hasta el momento han venido comportándose mejor de
lo que se esperaba.
Las medidas de aislamiento, promovidas y respaldadas
públicamente por un grupo de infectólogos y
epidemiólogos convocados por la Presidencia de la
Nación, parecen ser la causa principal de que la
situación hoy sea mejor de lo previsto.
Queda por ver, entonces, la capacidad de respuesta
asistencial frente al esperado “pico” de la pandemia,
que demora en llegar. Esa será, en definitiva, la hora
de la verdad.
En opinión de algunos y en forma paradójica, el relativo
éxito del aislamiento empieza a ser su principal
amenaza, en tanto los peores temores de la población se
disipan, y empiezan a hacerse más evidentes las
consecuencias económicas y sociales. Las pandemias,
conviene recordarlo, no son sólo fenómenos biológicos
sino, fundamentalmente, sociales y políticos.
El espíritu futbolero con el que las grandes audiencias,
funcionarios y muchos expertos, comentaban cada día los
números y la forma de las curvas, van cediendo espacio a
la creciente preocupación de la gente por las deudas que
empiezan a acumularse, los proyectos frustrados y la
propia subsistencia familiar.
Quizás olvidamos que no es posible separar las
estrategias sanitarias ante una crisis de estas
características, de los determinantes y las
consecuencias en el campo social, en su sentido amplio.
Las herramientas descriptivas y las capacidades
predictivas de la epidemiología son muy atractivas, pero
resultan limitadas para abarcar la complejidad de los
fenómenos desatados; son obviamente necesarias, pero
también insuficientes para diseñar estrategias e
intervenciones más efectivas que impacten sobre la vida
de las personas y no solamente sobre la enfermedad, o el
virus.
En el campo de la Salud ello no debería sorprendernos:
hace años que venimos hablando de los determinantes
sociales de la Salud.
En cualquier caso, es un hecho que la cuestión de los
servicios de salud en la Argentina y sus insuficiencias
han escalado en la agenda pública. Por primera vez, en
el discurso político se habla de la preeminencia de la
salud sobre la economía.
Mas allá de la evidente falacia de la opción entre “PBI”
o “muertes”, que en nada aporta al abordaje responsable
de la situación, muchos actores sectoriales han
encontrado una audiencia aparentemente dispuesta a
comprender las causas de aquello que podríamos haber
tenido y no tenemos, en materia de salud, y sus
consecuencias concretas en términos de sufrimiento y
pérdida de vidas. Se hace patente que el derrumbamiento
de la riqueza nacional implicará muertes prematuras.
Así que ahora nos preguntamos qué pasará el día después
del Covid-19. ¿Se producirán los cambios estructurales
en el sistema, vinculados fundamentalmente a la
articulación de tantos actores dispersos, la mayor
eficiencia, el mejoramiento de la calidad asistencial y
de gestión, y la equidad en los servicios, por ejemplo?
Veamos: es un hecho que el escenario de la economía
nacional ya venía seriamente afectado antes de marzo de
este año. Y sobre llovido, mojado. Se espera ahora un
gravoso empeoramiento; recesión, inflación, problemas
fiscales, cierre de empresas, falta de crédito, pérdida
de mercados, mayor desocupación, etc. es, en grandes
líneas, lo que los economistas nos dicen que debemos
esperar en los próximos meses.
En términos sectoriales, ello implicará
desfinanciamiento de la seguridad social y del sector
privado. Ambos subsectores requieren ahora asistencia
estatal, que pareciera ser la única alternativa para
evitar los quebrantos generalizados entre pymes del
sector.
Pero por otra parte el Estado deberá, además, fortalecer
la capacidad de respuesta de sus propios hospitales para
enfrentar la mayor demanda sobre el sector público; y
multiplicar el esfuerzo por la asistencia a los
rápidamente crecientes grupos de población que ya eran
pobres antes de la crisis, más los que se convertirán en
pobres durante ella.
En ese supuesto, la conflictividad social, las pujas
sectoriales y del juego de presiones por parte de las
corporaciones con capacidad de influencia sobre el poder
político, se exacerbarán.
En esa Argentina del día después parece poco probable
que la administración de gobierno encare un conjunto de
transformaciones estructurales del sistema de salud que
inevitablemente implicarían fortaleza para afrontar
costos políticos altos, disponer de recursos para
inversión, capacidad de planeamiento en el corto mediano
y largo plazo, y consenso político, más allá de lo
sectorial.
Por otra parte, si el Estado decide salvar a algunos sí
y a otros no, es probable que asistamos a
transformaciones sectoriales importantes, pero derivadas
-otra vez- de la pulseada política, y no de una
planificación concertada y sostenible que debería sumar
eficiencia, transparencia y equidad al sistema. Una vez
más.
(*) Médico, Máster en Economía y Ciencias Políticas.
Gerente del Área Técnica de CA.DI.ME.
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