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Opinión  


La pandemia y el sistema de salud
en la Argentina

Por el Dr. Adolfo Sánchez de León (*)
Médico. Especialista en Salud Pública.


La pandemia producida por el Covid-19 está estresando de manera aguda y dramática a los sistemas de servicios de salud en todo el mundo. El confinamiento social obligatorio aparece entonces como la única medida efectiva para que los sistemas no colapsen y generen muertes evitables al no poder atender adecuadamente a todos los pacientes por falta de recursos (camas de UCI, recursos humanos, equipos de protección personal, etc.).
Incluso los sistemas considerados como los mejores del mundo en cualquier ranking que leamos, como los de España, Italia y Francia, colapsaron y necesitaron establecer confinamientos sociales para aplanar la curva.
Pasada esta pandemia seguramente estos países, que estaban convencidos de tener los mejores y más fuertes sistemas del mundo, se replantearán muchos de los problemas que tienen y analizarán en qué medida se fueron relajando con el tiempo y se quedaron con una imagen de lo que ya no son.
Se mirarán en el espejo de países como Alemania que en los papeles es inferior a los tres mencionados más arriba, pero ha funcionado mejor. Habrá muchas “lecciones aprendidas” y muy probablemente harán rectificaciones de políticas de salud luego de esta crisis mundial.
La Argentina, por supuesto, no es una excepción. La necesidad de aplanar la curva en nuestro país tiene un sentido aún mayor que en aquellos países ya que tenemos un sistema con menor capacidad de respuesta. Esto también demorará la salida del confinamiento.
Mientras que en los países con mejores servicios de salud el confinamiento gana tiempo para preparar mejor al sistema y pueden plantearse ir saliendo progresivamente del aislamiento en tiempos medianamente razonables, en nuestro país, si bien ganar tiempo para mejorar la capacidad de respuesta es positivo, la verdad es que ni en dos o tres meses de confinamiento podremos poner al sistema a la altura de lo que se requiere para hacer frente a una salida efectiva.
Y esto es producto de décadas de políticas erróneas, de desinversión, de ausencia del tema salud en la agenda política, de que los intereses de las partes se antepusieran a los intereses del conjunto. No se plantea acá que con un sistema mejor no hubiese habido necesidad del aislamiento. Ya vimos que incluso mejores sistemas que el nuestro debieron recurrir al confinamiento social, una de las medidas más antiguas para tratar con epidemias.
Pero seguramente un mejor sistema, mejor preparado, con mayores capacidades, hubiera retrasado la entrada al confinamiento y ayudaría a una salida más temprana y de mejor manera. La decisión del momento de empezar la cuarentena también estuvo atravesada por el miedo al colapso en etapas muy tempranas de la pandemia en nuestro país.
El confinamiento social obligatorio pasó de ser una medida temporal “hasta que el sistema esté preparado” a ser una medida permanente (al menos se intenta estirarla lo más posible) porque el sistema nunca va a estar preparado. Las crisis constituyen oportunidades de cambio. Muchos venimos pensando que pasada esta crisis deberíamos plantearnos una serie de reformas que fortalezcan nuestro sistema de salud.
Pero nuestra historia reciente no demuestra esto. Luego de la crisis de 2001 y durante el gobierno de Kirchner se producen una serie de transformaciones en un sentido totalmente contrario a las reformas producidas durante los 90. Estos cambios tuvieron una direccionalidad “centrista” en contraposición de las características que más adjetivaron las reformas del estado en el gobierno anterior de Menem: descentralización y privatización.
Se estatizaron nuevamente empresas como Aerolíneas Argentinas e YPF, se subsidió la energía, el transporte, la política alimentaria, se nacionalizó nuevamente el sistema previsional e incluso la política educativa se reformó a través de cambios en los planes de estudio, discusión de salarios centralizados en paritarias nacionales y el establecimiento por ley de una meta de financiación para la educación del 6% del PBI.
Estas políticas y el discurso imperante hicieron ver a un Estado retomando el centro de la escena, introduciéndose en casi todos los aspectos cotidianos de los ciudadanos, ampliando su rol y morfología. Ya no solo es un Estado regulador, sino que es prestador y financiador de grandes servicios.
Esta centralidad observada que definiremos aquí como los cambios que se operaron en diferentes planos discursivos, políticos, administrativos e ideológicos entendiendo esto último como la construcción colectiva de ideas que subyace en la sociedad, operó como un diferenciador de la década de los 90 en esos mismos planos y tendió a una nueva forma de gobierno más jerárquica, menos federal, con una redefinición de las fronteras entre Estado y mercado con más presencia del primero y a una diferente manera de relacionarse entre el Estado y la sociedad.
Pero esta centralidad observada en todos los sectores sociales y económicos del país no se verificó en el sector salud. No hubo en esos momentos, ni los hubo después, (ni los hay a la fecha), proyectos de reforma articulados que vayan en esa dirección.
Existieron sí programas, normativas, iniciativas de mayor o menor importancia que impactaron en el sistema, pero lo que no hubo es un intento de cambio de rumbo o de una reforma profunda que modifique las reglas de juego de la macro, meso o microgestión del sistema.
Podríamos afirmar que el modelo de salud argentino sigue en la actualidad en sus trazos gruesos con la morfología de fragmentación y segmentación que lo caracterizaron desde sus orígenes propios con un marco legal generado en los 80 y con las últimas reformas instaladas en los 90.
El sistema de salud falló no sólo en cuanto a la capacidad y calidad de sus servicios de atención, sino también a su endeblez predictiva, de sus sistemas de información, de la seguridad de sus recursos humanos y del cuidado sanitario de sus fronteras.
Pero no sólo falló en su capacidad de predecir y contener en mejor medida a enfermos por Covid-19 obligando por ende al aislamiento total y prolongándolo por el mayor tiempo posible con las terribles consecuencias económicas y sociales que eso traerá aparejado, sino que falló en predecir y evitar las epidemias de sarampión y dengue, epidemias muy conocidas por nosotros y fácilmente prevenibles.
Tampoco hubo lecciones aprendidas después de tantos brotes epidémicos de sarampión que padecimos en el pasado y de los brotes de dengue del 2009 y 2016. El sistema (o mejor dicho “los sistemas” por la alta fragmentación y segmentación existente) no aprendió y se relajó con el tiempo.
Podemos encontrar miles de excusas respecto al SARS-CoV-2 pero no existe ninguna para las epidemias actuales de sarampión y dengue. Como tampoco existen excusas para la ineficiencia y la inequidad al acceso que presenta nuestro sistema en forma crónica.
Nuestra carga de morbilidad analizada a partir de los Años de Vida Ajustados por Discapacidad (AVAD – QUALYs) muestra aún hoy una excesiva carga por mortalidad infantil, por mortalidad de cánceres evitables como los de mama o de cuello de útero, o de colon y otras evitables.
Un artículo publicado por la prestigiosa revista The Lancet (“Healthcare Access and Quality Index based on mortality from causes amenable to personal health care in 195 countries and territories, 1990-2015: a novel analysis from the Global Burden of Disease Study 2015” Lancet 2017:390:231-66 Published online May 18 2017) determinó que en nuestro país entre las principales causas de mortalidad evitable esta la “mortalidad por efectos adversos de tratamientos médicos” lo que nos dice que la calidad del mismo es baja.
Podemos lograr mejoras parciales después de esta pandemia, pero si no encaramos una reforma global del sistema, haciéndolo más equitativo y eficiente, estas mejoras parciales caerán nuevamente en el olvido como pasó muchas veces y habremos desperdiciado una nueva oportunidad. Una más de tantas
.

(*) Médico. Especialista en Salud Pública..

 

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