La pandemia
producida por el Covid-19 está estresando de manera
aguda y dramática a los sistemas de servicios de salud
en todo el mundo. El confinamiento social obligatorio
aparece entonces como la única medida efectiva para que
los sistemas no colapsen y generen muertes evitables al
no poder atender adecuadamente a todos los pacientes por
falta de recursos (camas de UCI, recursos humanos,
equipos de protección personal, etc.).
Incluso los sistemas considerados como los mejores del
mundo en cualquier ranking que leamos, como los de
España, Italia y Francia, colapsaron y necesitaron
establecer confinamientos sociales para aplanar la
curva.
Pasada esta pandemia seguramente estos países, que
estaban convencidos de tener los mejores y más fuertes
sistemas del mundo, se replantearán muchos de los
problemas que tienen y analizarán en qué medida se
fueron relajando con el tiempo y se quedaron con una
imagen de lo que ya no son.
Se mirarán en el espejo de países como Alemania que en
los papeles es inferior a los tres mencionados más
arriba, pero ha funcionado mejor. Habrá muchas
“lecciones aprendidas” y muy probablemente harán
rectificaciones de políticas de salud luego de esta
crisis mundial.
La Argentina, por supuesto, no es una excepción. La
necesidad de aplanar la curva en nuestro país tiene un
sentido aún mayor que en aquellos países ya que tenemos
un sistema con menor capacidad de respuesta. Esto
también demorará la salida del confinamiento.
Mientras que en los países con mejores servicios de
salud el confinamiento gana tiempo para preparar mejor
al sistema y pueden plantearse ir saliendo
progresivamente del aislamiento en tiempos medianamente
razonables, en nuestro país, si bien ganar tiempo para
mejorar la capacidad de respuesta es positivo, la verdad
es que ni en dos o tres meses de confinamiento podremos
poner al sistema a la altura de lo que se requiere para
hacer frente a una salida efectiva.
Y esto es producto de décadas de políticas erróneas, de
desinversión, de ausencia del tema salud en la agenda
política, de que los intereses de las partes se
antepusieran a los intereses del conjunto. No se plantea
acá que con un sistema mejor no hubiese habido necesidad
del aislamiento. Ya vimos que incluso mejores sistemas
que el nuestro debieron recurrir al confinamiento
social, una de las medidas más antiguas para tratar con
epidemias.
Pero seguramente un mejor sistema, mejor preparado, con
mayores capacidades, hubiera retrasado la entrada al
confinamiento y ayudaría a una salida más temprana y de
mejor manera. La decisión del momento de empezar la
cuarentena también estuvo atravesada por el miedo al
colapso en etapas muy tempranas de la pandemia en
nuestro país.
El confinamiento social obligatorio pasó de ser una
medida temporal “hasta que el sistema esté preparado” a
ser una medida permanente (al menos se intenta estirarla
lo más posible) porque el sistema nunca va a estar
preparado. Las crisis constituyen oportunidades de
cambio. Muchos venimos pensando que pasada esta crisis
deberíamos plantearnos una serie de reformas que
fortalezcan nuestro sistema de salud.
Pero nuestra historia reciente no demuestra esto. Luego
de la crisis de 2001 y durante el gobierno de Kirchner
se producen una serie de transformaciones en un sentido
totalmente contrario a las reformas producidas durante
los 90. Estos cambios tuvieron una direccionalidad
“centrista” en contraposición de las características que
más adjetivaron las reformas del estado en el gobierno
anterior de Menem: descentralización y privatización.
Se estatizaron nuevamente empresas como Aerolíneas
Argentinas e YPF, se subsidió la energía, el transporte,
la política alimentaria, se nacionalizó nuevamente el
sistema previsional e incluso la política educativa se
reformó a través de cambios en los planes de estudio,
discusión de salarios centralizados en paritarias
nacionales y el establecimiento por ley de una meta de
financiación para la educación del 6% del PBI.
Estas políticas y el discurso imperante hicieron ver a
un Estado retomando el centro de la escena,
introduciéndose en casi todos los aspectos cotidianos de
los ciudadanos, ampliando su rol y morfología. Ya no
solo es un Estado regulador, sino que es prestador y
financiador de grandes servicios.
Esta centralidad observada que definiremos aquí como los
cambios que se operaron en diferentes planos
discursivos, políticos, administrativos e ideológicos
entendiendo esto último como la construcción colectiva
de ideas que subyace en la sociedad, operó como un
diferenciador de la década de los 90 en esos mismos
planos y tendió a una nueva forma de gobierno más
jerárquica, menos federal, con una redefinición de las
fronteras entre Estado y mercado con más presencia del
primero y a una diferente manera de relacionarse entre
el Estado y la sociedad.
Pero esta centralidad observada en todos los sectores
sociales y económicos del país no se verificó en el
sector salud. No hubo en esos momentos, ni los hubo
después, (ni los hay a la fecha), proyectos de reforma
articulados que vayan en esa dirección.
Existieron sí programas, normativas, iniciativas de
mayor o menor importancia que impactaron en el sistema,
pero lo que no hubo es un intento de cambio de rumbo o
de una reforma profunda que modifique las reglas de
juego de la macro, meso o microgestión del sistema.
Podríamos afirmar que el modelo de salud argentino sigue
en la actualidad en sus trazos gruesos con la morfología
de fragmentación y segmentación que lo caracterizaron
desde sus orígenes propios con un marco legal generado
en los 80 y con las últimas reformas instaladas en los
90.
El sistema de salud falló no sólo en cuanto a la
capacidad y calidad de sus servicios de atención, sino
también a su endeblez predictiva, de sus sistemas de
información, de la seguridad de sus recursos humanos y
del cuidado sanitario de sus fronteras.
Pero no sólo falló en su capacidad de predecir y
contener en mejor medida a enfermos por Covid-19
obligando por ende al aislamiento total y prolongándolo
por el mayor tiempo posible con las terribles
consecuencias económicas y sociales que eso traerá
aparejado, sino que falló en predecir y evitar las
epidemias de sarampión y dengue, epidemias muy conocidas
por nosotros y fácilmente prevenibles.
Tampoco hubo lecciones aprendidas después de tantos
brotes epidémicos de sarampión que padecimos en el
pasado y de los brotes de dengue del 2009 y 2016. El
sistema (o mejor dicho “los sistemas” por la alta
fragmentación y segmentación existente) no aprendió y se
relajó con el tiempo.
Podemos encontrar miles de excusas respecto al SARS-CoV-2
pero no existe ninguna para las epidemias actuales de
sarampión y dengue. Como tampoco existen excusas para la
ineficiencia y la inequidad al acceso que presenta
nuestro sistema en forma crónica.
Nuestra carga de morbilidad analizada a partir de los
Años de Vida Ajustados por Discapacidad (AVAD – QUALYs)
muestra aún hoy una excesiva carga por mortalidad
infantil, por mortalidad de cánceres evitables como los
de mama o de cuello de útero, o de colon y otras
evitables.
Un artículo publicado por la prestigiosa revista The
Lancet (“Healthcare Access and Quality Index based on
mortality from causes amenable to personal health care
in 195 countries and territories, 1990-2015: a novel
analysis from the Global Burden of Disease Study 2015”
Lancet 2017:390:231-66 Published online May 18 2017)
determinó que en nuestro país entre las principales
causas de mortalidad evitable esta la “mortalidad por
efectos adversos de tratamientos médicos” lo que nos
dice que la calidad del mismo es baja.
Podemos lograr mejoras parciales después de esta
pandemia, pero si no encaramos una reforma global del
sistema, haciéndolo más equitativo y eficiente, estas
mejoras parciales caerán nuevamente en el olvido como
pasó muchas veces y habremos desperdiciado una nueva
oportunidad. Una más de tantas.
(*)
Médico. Especialista en Salud Pública..
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