Buena parte de los
argentinos estamos "mirando para otro lado". Y en este caso, para no ver un
silencioso y anónimo escándalo social que estamos viviendo.
Y no me refiero a
ninguno de los muy trajinados por los discursos políticos progresistas: la
creciente riqueza de los ricos en los últimos diez o quince años, las ganancias
monopólicas de empresas privatizadas, la imparable inflación de pobres, los
rigores de la ortodoxia del FMI, o la capacidad reproductiva de las prácticas
corruptas. Aludo a la manera en que 21 millones de pobres nos están pagando la
poca o mucha buena vida que tenemos los 15 millones de argentinos que respiramos
mejor, por encima de la raya definitoria del INDEC.
Porque el
escándalo que evitamos mirar es que los pobres, a través de sus magros consumos,
pagan precios e impuestos que participan en la financiación de jubilaciones que
cada vez los alcanzan menos, servicios de obra social que reciben otros y
asignaciones familiares limitadas a los integrantes de la economía formal.
La histórica
regresividad de nuestra seguridad social, disimulada y tolerada en los tiempos
de alto nivel de empleo formal, muta a expoliación de pobres en una crisis de
exclusión como la que vivimos. Y de ninguna manera la contrarrestan —más bien la
cristalizan— los diversos arbitrios de subsidio focalizado, ni siquiera la
actividad de escuelas y hospitales, a pesar de ser ella progresiva y propobres.
A esta observación
incómoda se suele responder críticamente que lleva a enfrentar los intereses de
los pobrísimos con los de otros que muy poco tienen, aunque no clasifiquen para
pobres. Claro, resulta más fácil refugiarse en la simplificación demagógica de
pobres vs. ricos, que refleja mal las mucho más sutiles y complejas tramas de la
inequidad social.
Ya en el siglo XVI,
Maquiavelo sostenía en Florencia que "la corrupción y la falta de aptitud para
la vida libre nacen de la desigualdad en la ciudad". Si pensamos que sigue
teniendo razón, entre los varios asuntos públicos a encarar, agendemos una
prioritaria reforma sustantiva de la seguridad social.
Cuatro requisitos
Una estrategia
económica de crecimiento constituye la imprescindible política social indirecta,
en la medida que provea oportunidades de trabajo e ingreso suficiente para las
familias. Pero la política social directa, que se expresa en los modelos de
educación y seguridad social elegidos, y en el sistema impositivo, es la que
define los resultados en términos de equidad, integración y cohesión del
conjunto social.
Por cierto que
hablamos de una seguridad social que retoma su aspiración fundacional de
universalidad, pero ya no sustentada en una improbable hipótesis del pleno
empleo tradicional, donde los derechos sociales emergen de los laborales y el
resto es, camuflada o no, caridad pública. Hablamos de universalidad sustentada
en condición de ciudadanía, en ser integrantes de un pueblo. Y también hablamos
de igualdad, en el marco de la razonable diversidad de situaciones. Y esto
excluye una acción social dirigida a los más pobres y otra diferente a los
trabajadores "en blanco".
Y para todo ello,
se abren cuatro caminos necesarios, atendiendo a claras prioridades humanas:
Asignación por niño, que alcance a todos los que hoy no la
reciben, en familias por debajo de cierto nivel de ingreso. Esto debe hacerse en
etapas, comenzando por los menores de 6 años, dada la imposibilidad de un
financiamiento universal desde el inicio. E incluye, naturalmente, la cobertura
económica de la maternidad.
Jubilación básica estatal, igual y univer sal, e independiente
de la historia laboral de las personas, para todos los mayores de determinada
edad. También de cumplimiento por etapas y complementada con sistemas
voluntarios de capitalización individual o colectiva, con administración
lucrativa o por entidades de la economía social.
Gestión de la desocupación a través de una asignación
igualitaria en dinero, con compromiso de contraprestación educativa o laboral
vinculada al sistema productivo. Lo cual podría ser complementado con seguros
voluntarios que tomen los individuos. El actual programa de jefes de hogar es el
embrión de este modelo, pero requiere cambios sustantivos y una rigurosa
planificación futura.
Un seguro de salud descentralizado en las provincias, que nos
incluya a todos con cobertura de calidad igualitaria y organice a los
prestadores de servicios, estatales y privados, en convergencia hacia un
objetivo común.
La propuesta no se
agrega a lo que hay. Aunque se apoya en lo existente, reemplaza a lo que hoy
llamamos dicotómicamente acción social y seguridad social. Presupone un acuerdo
federal para la gestión articulada de la cuestión social, capítulo central en la
reforma del Estado.
Y presupone una
paralela y progresiva reforma impositiva, dado que el grueso de la financiación
debería provenir, a mediano plazo, de rentas generales, aliviando al salario de
las "cargas sociales" actuales y reservándolo para los seguros complementarios
de carácter voluntario. O sea, no hablamos de más impuesto, postulamos una
estructura impositiva que responda, también, a inspiración social.
Y, sobre todo, lo
que debemos postular es una distinta visión de los derechos sociales, expresada
en una seguridad social que nos abarque a todos, y que refuerce la autonomía de
las personas, preservándolas, al mismo tiempo, de la manipulación y de los
abusos del mercado.
En fin, una
seguridad social para la democracia, como nos hubiera aconsejado Maquiavelo
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