En
los países centrales, con alto nivel de investigación en nuevas drogas y
patentes que otorgan monopolio de mercado por veinte o más años, un genérico
es la droga que dejó de estar bajo patente y puede ser fabricada por cualquier
otro laboratorio, a condición de que demuestre ante la autoridad estatal de
control que sus efectos son totalmente equivalentes a la original. Resulta mucho
más barata que esta última, porque ya no hay razón para cargar los altos
costos de investigación y, porque, además, aparece un cierto grado de
competencia entre varios fabricantes. Pero todas son, en definitiva, la misma
droga.
En Argentina, la historia
es diferente. Hace pocos años que tenemos régimen de patentamiento de drogas. Lo que
tenemos hace muchos son copias de las que fabricaban allá en el Norte,
incluso de no pocas que estaban bajo patente en su país de origen; copias
desarrolladas, naturalmente, con mínimo costo de investigación local.
La buena noticia es que hemos
desarrollado así la mejor industria farmacéutica latinoamericana,
aunque con los límites modestos que la realidad impone al mundo periférico. La
mala noticia es que lo hemos hecho subsidiando la muy alta rentabilidad de
nuestro relativamente pequeño mercado, a través de precios excesivos, y de
un sobreconsumo alentado por la despreocupación de buena parte de la
profesión médica, articulada con las expectativas exageradas de la población,
producto de un marketing que confunde el progreso de la medicina con el abuso
tecnológico. Resultado: treinta centavos de cada peso que gastamos los
argentinos en atender nuestras enfermedades son gasto en medicamento.
Es tan dramática la caída de la
cobertura médica y del ingreso familiar en la mayoría de nuestro pueblo, que
aunque lográramos que los remedios costaran la mitad, muchos millones de
argentinos seguirían sin accesibilidad a los mismos. Los hospitales, obras
sociales y prepagas se ven en figurillas para mantener su provisión, ya muy
menguada. La dirigencia médica se angustia, y no sólo por razón de humanidad,
sino porque además estalló el conocimiento que ya tenía de que el costo
del medicamento compite negativamente con la retribución profesional, en la
estructura del gasto en salud. Los mismos fabricantes, por primera vez en su
vida, ven reducirse entre un veinticinco y treinta por ciento las unidades
vendidas.
En cuadro social tan dislocado fue
buena iniciativa de gobierno la de exigir que el médico recete por el nombre
científico del fármaco, aunque reserve el derecho a insistir con una marca,
explicitando el fundamento. Pero la piedra del escándalo de la nueva norma es
la autorización a que el adquirente elija, con asesoramiento del farmacéutico,
entre los fármacos similares existentes, con o sin marca.
Y aquí la polémica se carga
de falacias y verdades distorsionadas. Pero sostengamos que los matices
terapéuticos que puedan tener tales fármacos no cancelan para nada la bondad
de la norma que, entre otros efectos, induce una sana competencia de precios,
desacostumbrada en este mercado.
Más allá del ruido coyuntural,
esto es el comienzo de una deseable revisión de la política de medicamentos.
Más aún, no entenderlo así llevaría seguramente, más adelante, al abandono
por desuso de las normas hoy sancionadas, como aquella del "venta bajo
receta", que alguien sancionó, muchos olvidaron y nadie cumple, en el
mercado libre.
Próximos
pasos
El "ajuste" de este
mercado, socialmente imprescindible, no pasa sólo por enfrentar el problema de
los costos, sino componentes regulatorios que separen la paja del grano y
aseguren la calidad de lo que nuestra gente recibe al asistirse. Telegráficamente,
apuntemos algunos asuntos prioritarios que exigen definición:
· Exclusividad del nivel
nacional en la aprobación de productos para el mercado. Veinticuatro
jurisdicciones provinciales con tales facultades, en un mercado único, es
garantía de insuficiencia técnica, riesgo sanitario y también de corrupción.
· Reversión de la extrema
permisividad de los años 90 en la incorporación de nuevos fármacos, que
completó el sobredimensionamiento de un mercado de por sí inflacionario.
· Realización de las pruebas
complementarias, en varios años, que una parte de las drogas existentes
requieren para asegurar su completa equivalencia terapéutica (auténticos genéricos).
· Exclusividad de venta en
farmacias, con exigencia de responsabilidad del farmacéutico.
· Imposición del Formulario
Terapéutico —resumen de lo mejor y seguro— en hospitales y obras
sociales, con disminución del IVA para ese listado, y negociación en base a
precios de referencia.
· Reforzar la penalización de
falsificaciones, adulteraciones, robo y contrabando de fármacos, como
delitos contra la salud pública.
· Fortalecer la provisión
directa, que el Gobierno nacional ha iniciado, de medicamentos esenciales en
los servicios de atención primaria del Estado, que asisten a la mayoría de
familias sin otra cobertura.
La reconversión de nuestro
sistema productivo de medicamentos, nacional y extranjero, la imponen los
hechos, no la política. Lo que ésta tiene que lograr es el punto de equilibrio
entre la garantía de acceso a fármacos de buena calidad e iguales para todos
los habitantes de esta tierra, y un desarrollo industrial que tiene ya una
indispensable proyección exportadora. Los consumidores deben ser beneficiarios
de ese desarrollo, no sus víctimas.
Esto exige evitar la demonización
de los protagonistas, negociar y consensuar. Porque este mercado es asunto público
diferente al de las bebidas gaseosas o espirituosas, por ejemplo. No se trata
del placer, sino del sufrimiento.-
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