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El permanente debate en salud sobre cobertura y equidad en la
Argentina muestra dos facetas, cuya dinámica se establece en
torno al nuevo marco contractual entre lo público, lo privado y
la sociedad. Por una parte, se trata de “refundar” drásticamente
un nuevo modelo de Estado que permita adecuar el gasto público a
la racionalidad necesaria de sus políticas sociales. Y por otra,
buscar mayor eficiencia de gestión no sólo en los resultados,
sino en efectos e impacto. Lo que aún no se ha establecido con
precisión en este contexto son los límites entre las demandas de
las fuerzas sociales en términos de equidad, y su articulación
con el escenario político-económico que plantea el nuevo rol del
Estado en relación con el Mercado.
Quienes nos sentimos parte del pensamiento sanitario -en
cualquiera de sus ámbitos y actividades- más la propia sociedad
deberíamos ser capaces de encontrar un espacio permanente de
reflexión respecto de cómo enfrentar la nueva cuestión social en
salud frente a los cambiantes escenarios económicos, políticos y
sociales que se perfilan como condicionantes de cualquier
política al respecto. Sin duda, el proceso de cambio político
-ideológico surgido del último proceso electoral no deja de
mostrar sorpresas.
Este modelo de libertad de mercado, más allá de pretender
alcanzar un necesario equilibrio fiscal en forma permanente que
alivie del agobio inflacionario a la población - en especial a
los más pobres- y a la vez dinamice el crecimiento económico,
también requiere generar alternativas respecto de cómo hacer
menos dolorosas sus secuelas inmediatas. Nadie duda que un
cambio exige convicción, autoridad y seriedad en el manejo de la
“cosa pública”, y el abandono de ciertos vicios y prácticas
instalados como “enfermedad de la gestión estatal”. Pero el
problema no es ya el por qué ni el para qué, sino el cómo.
La sociedad actual se exhibe cada vez más impaciente, polarizada
y heterogénea, descree de la política tradicional y sus
representantes y apura la aplicación de soluciones concretas, al
menos en el mediano plazo. Frente a los sacrificios que se le
piden, al menos reclama transparencia en sus gobernantes. Pero
el tiempo pasa, los problemas sociales se acentúan, la
marginalidad se potencia y las profundas brechas en la
distribución del ingreso se vuelven imposibles de resol- ver sin
una readecuación inteligente y oportuna del mercado de trabajo.
Durante décadas, la discusión entre Estado y Mercado ha
contaminado todas las relaciones e interpretaciones sociales. Y
si la equidad como objetivo ha resultado ser un fundamento
básico de la construcción filosófica de los sistemas de salud,
no ha escapado a los falsos dilemas ni a sus falsos apóstoles.
Equidad se asocia a igualdad, y como tal define los recursos,
condiciones y oportunidades para alcanzarla.
En su esencia, no comprende solamente a los pobres, sino que
apunta a todas las personas y grupos. Sin perjuicio de lo cual
es fundamental fijar prioridades y dirigir acciones hacia los
segmentos sociales que más negativamente se ven afectados por la
desigualdad de condiciones y de oportunidades. En ese contexto,
salud resulta un espejo donde se ven reflejadas las más
profundas inequidades.
Repensar el componente social del Estado futuro en el campo
sanitario significa buscar nuevos caminos y estrategias para
alcanzar un espacio común público-privado que permita asegurar
niveles básicos de bienestar e inclusión social. Como acepción
simple, señala una igualdad de distribución y por ende de
oportunidades. Lo que implica cuestiones básicas de
financiación, cobertura, acceso y provisión de servicios de
salud adecuados.
Ya hace casi tres décadas, el Premio Nobel Amartya Sen señalaba
que “Toda persona debe poseer idénticos derechos básicos, en
este caso a la salud integral y no a la mera ausencia de
enfermedad. No sólo como herramienta para participar activamente
en la sociedad, sino para permitirle definir elecciones como
sujeto económico a partir de su propio capital humano, con
absoluta libertad...”. ¿No es esto precisamente el verdadero
concepto del liberalismo?
Entonces aparecen los interrogantes. La salud ¿Es un derecho que
debe garantizar el Estado o asegurarse el propio ciudadano? ¿Es
un derecho individual o colectivo? Y como responsabilidad o
deber ¿De qué forma debe ser alcanzada? Porque de cómo se
apliquen los conceptos, puede darse lugar a un modelo cada vez
más sectorizado de salud para pobres y para ricos, donde las
variables de ajuste sean el riesgo individual y los ingresos de
la población. Un dilema de hierro entre equidad y exclusión.
Se podrían enunciar otros tantos interrogantes e incertidumbres.
Uno de ellos es si la salud es una prioridad para la dirigencia
política y para la población sana, o bien un problema solo
vinculado a la utilidad marginal que significa poder consumir
individualmente unidades de salud (llámese atención médica)
solamente si se la pierde.
Igualdad de acceso, por ejemplo, no garantiza igualdad de
tratamiento para igual necesidad, ya que la primera se
corresponde solamente con la oferta en tanto la segunda
establece que aquellos que requieren similares pautas de
atención sanitaria (demanda) reciban el mismo tratamiento,
independientemente de su condición social.
Hay algunas cuestiones de financiamiento en salud que merecen
especial atención. El sistema estatal no soporta mucha más
presión. Está en un punto de equilibrio sumamente inestable. La
crisis fiscal de los Estados provinciales hace que ya no
dispongan de la posibilidad de generar más salud con el mismo
dinero sino con cada vez menos, por su propio déficit y los
problemas de caja. Si el crecimiento no se sostiene, menor la
recaudación fiscal.
Pero a pesar de ser un momento difícil para las finanzas
públicas, resulta un punto adecuado de inflexión para que el
sector público reconvierta su modelo de gestión,
desburocratizando y descentralizando su accionar sin que por
ello se pierda eficiencia. Y al mismo tiempo, explorando
modalidades alternativas de financiamiento a la demanda y de
separación entre financiación y provisión.
También derivado de las pérdidas de cobertura, se hace evidente
un incremento sostenido del gasto privado o de bolsillo en
atención médica, que ha pasado del 35% histórico a casi el 50%.
La ecuación equitativa se ha dado vuelta y el gasto se ha
transformado en regresivo. Esto provoca fuertes inequidades, ya
que es evidente que son los hogares más pobres y las mujeres
jefes de hogar quienes proporcionalmente deben destinar mayor
porcentaje de sus menguados ingresos al cuidado de la salud.
En la dinámica que han adquirido dentro de la persistente puja
distributiva en la que está subsumido el sistema de salud, tanto
el Estado como los aseguradores, prestadores, profesionales, la
industria sectorial y los propios ciudadanos son visualizados
como fuerzas que se desplazan en sentidos divergentes, entre
intereses propios y resistencias históricas. No hay una razón
integradora que permita alianzas dinámicas para lo que
constituye un rompecabezas, conformado por múltiples actores y
similar cantidad de lógicas propias a cada uno.
En ese contexto, la suerte individual no está ya ligada a las
posibilidades aisladas de controlar su supervivencia según la
aptitud que posean, sino a la complejidad de los desarrollos
políticos y económicos del propio entorno, a la sazón mucho más
veloces. La falta de articulación público/privada ha resultado
ser parte de una falla en la cohabitación natural a lo largo del
tiempo, con su concreción plagada tanto de avances como de
retrocesos, al igual que de acercamientos y divorcios
ideológicos alentados por los dogmáticos de siempre.
Posiblemente, la cuestión del Estado y Mercado haya contribuido
a encerrar dentro de sus márgenes un debate poco sincero, cuando
lo público y lo privado en salud no son más que dos caras de una
misma moneda.
Quizás sea salud uno de los pocos casos donde pueda armonizarse
el interés del Estado con la lógica del Mercado. Pero esto
requiere fundamentalmente no sólo redefinir el rol del primero,
sino fortalecerlo estructuralmente a fin de que cumpla
eficazmente sus funciones y actúe como eslabón central de la
regulación y operatividad del sistema en su conjunto. Y tener la
misma claridad para aceptar que el espacio público en salud es
único, donde conviven lo estatal y lo privado. Al mismo tiempo,
transparentar realmente cuales son las causas del desequilibrio
del sistema sanitario con menos hipocresía.
No terminamos de abordar seriamente y en profundidad un problema
básico de la política sanitaria que surge de porqué y bajo qué
formato es necesario lograr en el mediano y largo plazo
racionalidad, eficiencia y armonía en la combinación de la
enorme disponibilidad de recursos financieros públicos y
privados (10% del PBI y uno de los más altos de América Latina)
dándoles mejor utilidad. Recién entonces estaríamos en
condiciones de resolver en forma efectiva los problemas de
cobertura y accesibilidad a los ciudadanos.
Similar a lo que ocurre con el contenido político-ideológico del
debate entre lo público y lo privado en salud, los intereses que
le dan marco o bien los aspectos más opacos de la gestión del
sistema. Eliminar gastos superfluos y mejorar la asignación de
los beneficios entre ciudadanos con eficiencia y calidad no
significa simplemente ajustar o recortar. Por el contrario,
precisa mejor gestión, mayor transparencia y menos conflictos de
interés.
Cualquier reforma económica, social o política debe dirigirse
fundamentalmente a otorgar beneficios no a los grupos
económicos, sino a la sociedad en su conjunto. Es preferible
seleccionar buenas y mejores políticas que buenos y mejores
métodos administrativos, sin dejar de tener en cuenta sus fines
y objetivos.
No basta con reformar el poder del Estado, sino reformar el
sistema desde donde éste se ejercita. En ese contexto, diseñar
una nueva gestión sanitaria que supere la improvisación no debe
descuidar el compromiso con los ciudadanos que ejercieron su
voto como un derecho a promover cambios, quienes tendrán mucho
por ganar si en la reorganización de tal sistema obtienen no
sólo respuesta a sus necesidades, sino también justicia a sus
demandas.
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