Hay un clásico mito del Siglo XX que ha sido derrotado o al
menos relativizado. El que sostenía que a la industria
farmacéutica no le interesaba producir drogas para tratar
enfermedades de muy baja incidencia estadística y por lo tanto
poco frecuentes (EPOF), porque no iban a lograr compensar el
costo de la I+D con el precio de mercado que requeriría su
amortización a lo largo del tiempo. Y que siempre se había
distinguido por dar la espalda a las enfermedades genéticas
raras.
Quizás haya habido otras razones menos económicas, que iban
desde la fisiopatología de muchas de estas enfermedades basadas
en un defecto genético, la particular heterogeneidad clínica, el
subregistro de su incidencia y fundamentalmente el escaso número
de pacientes que las padecen y pueden ser partícipes de las
fases de ensayo clínico de los trials, más allá de la
universalidad de su distribución geográfica. Lo cierto es que
hoy han pasado a ser su nuevo nicho de mercado.
Remontando el tiempo, en 1983 el Congreso estadounidense aprobó
una ley de Medicamentos Huérfanos (Orphan Drug Act) destinada a
generar incentivos a las compañías farmacéuticas para investigar
nuevas moléculas y terapias destinadas al tratamiento de estas
enfermedades.
Las empresas líderes en el campo de las moléculas
biotecnológicas se vieron así favorecidas -junto a la aprobación
rápida de la FDA vía fast track- para abrir el ingreso al
mercado de una significativa cantidad de las llamadas “drogas
huérfanas”, cuya finalidad era la sustitución o compensación de
los efectos orgánicos negativos derivados de cada EPOF.
Paralelamente, los avances sobre el conocimiento del genoma
humano permitieron la aparición de las denominadas “terapias
génicas” que cambiaron totalmente el enfoque terapéutico al
reemplazar el gen afectado con una sola dosis y llevar a la
enfermedad prácticamente a su curación. Es en este nuevo espacio
creado que hay que entender la oportunidad del interés innovador
de la industria en el marco de una nueva rentabilidad.
Ya en la década del 40, Schumpeter señalaba que “frente a la
competencia en precios, en la realidad capitalista la
competencia que cuenta es la que lleva consigo la obtención de
nuevos productos, la aparición de técnicas y fuentes de
abastecimiento nuevas e incluso el diseño de nuevas fórmulas
organizativas” (Schumpeter, 1942).
Interpretaba así a la innovación como un proceso de “destrucción
creativa”, que al agregarle la patente violaba los supuestos de
la competencia perfecta, generando un cierto poder de monopolio
en el corto plazo, pero bajo un supuesto beneficio a la larga
para la sociedad en su conjunto (mayores precios a corto plazo,
a cambio de mejoras en el bienestar debidas al acceso a la
innovación).
El nuevo “target” de las Big Pharma pasó a ser de esta manera el
tratamiento innovador de las EPOF y sus rentas extraordinarias.
Como las empresas reiteran el argumento de los costos de I+D+i,
entonces los precios de los medicamentos y terapias innovadoras
que van surgiendo para estas enfermedades se van tornando cada
vez más elevados, hasta volverse imposibles de financiar por
parte de muchos sistemas de salud en el mundo.
Y dado que en estos casos la demanda resulta insensible al
precio además de particularmente expuesta al problema de
información asimétrica, en tanto lo potencialmente innovador
como nuevo no siempre lo es en términos de resultados efectivos,
el dilema cuasi - hamletiano queda automáticamente planteado en
términos de aceptar o no lo que el mercado y su lógica considera
posible.
No se puede negar que toda innovación y desarrollo tiene un
costo a enfrentar y amortizar, pero tampoco es posible dejar de
reconocer que dentro del precio también está incluida la
financiación del marketing del producto tanto antes como una vez
que ha entrado al mercado. Que además de ser parte del costo,
está en directa relación con el impacto sanitario -efectivo o
supuesto- que tenga el tratamiento en cuestión.
No menos importante es hacer notar que la inversión de la
industria farmacéutica es un acicate para la investigación
científica. Aunque también deba aclararse que las empresas han
venido recibiendo millones de dólares anuales en incentivos del
gobierno estadounidense, además de garantías por ley de siete
años de derechos exclusivos para su uso terapéutico sin
competencia posible.
A lo que se suma que, por cada aprobación adicional obtenida,
las farmacéuticas califican para obtener un nuevo paquete de
incentivos económicos. Por si fuera poco, pueden volver a la FDA
con el mismo fármaco una y otra vez pidiendo “patente de uso”,
cada vez que lo prueban con otra enfermedad rara. Habría que
analizar entonces con qué frecuencia se está “reutilizando” un
medicamento para una nueva enfermedad rara logrando una nueva
protección para determinada molécula, que huele a “evergreen”.
Sin embargo, son los precios que se le aplican, exageradamente
excesivos y hasta abusivos, lo que se transforma en factor
desequilibrante a la hora de cualquier análisis racional que se
pretenda efectuar.
Así como los costos del tratamiento de las enfermedades
oncológicas en los Estados Unidos se han venido duplicando en
los veintidós años que lleva de iniciado el Siglo XXI, pasando
de los u$s 100.000 a más de u$s 200.000 millones/año, la
efectividad terapéutica de las moléculas utilizadas no se ha
modificado en similar proporción en términos de descenso de la
mortalidad.
Tampoco se tienen aún datos de efectividad a mediano/largo plazo
respecto de las nuevas terapias para algunas EPOF como Zolgensma,
Luxturna y muchas otras que tienen la ingeniería genética como
base, y donde cuanto más rara la enfermedad más alto su precio
en miles de miles de dólares.
De allí que bien vale la pena tener presente que un medicamento,
por más costoso que sea, no tendrá per se mayor impacto en la
sobrevida o en la posibilidad de discapacidad futura que lo que
su efecto terapéutico permita. La señal de los precios carece de
sentido, si al decir de Kifauver “quien consume, ni elige ni
paga; quien paga ni consume ni elige, y quien elige, ni paga ni
consume” (financiación de por medio por un asegurador y acceso
con receta médica + potencial conflicto de intereses por parte
del prescriptor).
Hace ya tiempo que la industria farmacéutica ha encontrado su
nuevo target. El temor de los financiadores frente a la
innovación respecto de las EPOF es que se siga acompañando de
una escalada de precios cada vez más elevados en millones de
dólares, y de efectos imprevisibles sobre la sostenibilidad de
los sistemas de salud. Especialmente los más frágiles.
Y el temor de sanitaristas y economistas de la salud es que este
efecto disruptivo termine aportando a la inequidad, en términos
de quienes puedan acceder a los nuevos tratamientos y quienes
definitivamente no. Hay familias que logran recaudar fondos
mediante donaciones anónimas, pero son muy pocas. La cuestión
ética está planteada, y los posibles efectos conocidos.
Cómo proceder ante la incertidumbre que inevitablemente rodea a
estas innovaciones disruptivas -especialmente sobre lo que
recién sabremos ex post respecto de su efectividad o no sabremos
nunca- sugiere la necesidad de avanzar efectivamente hacia un
nuevo marco regulador, más transparente y apoyado en estudios de
evaluación económica y de la mayor evidencia posible que sean
llevados a cabo por un organismo independiente del gobierno (a
imagen del NICE británico).
Este marco debe resultar el soporte sanitario, económico y
bioético para un enfoque orientado a desarrollar nuevos marcos
contractuales, incluyendo los de riesgo compartido, donde el
pago se reduzca o elimine si un paciente no responde al
tratamiento. Un punto de equilibrio, donde la fijación del
precio y la forma de pago queden basados en el valor
(efectividad de resultados) y no en la mera arbitrariedad del
mercado.
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