La Argentina destina el 9,4% de su PBI al gasto total en salud.
(Ministerio de Salud 2022). Dentro de ese 9,4%, sólo el 2,7 se
sufraga con recursos provenientes de impuestos. El 0,5% a través
del Ministerio de Salud, el 1,8% a través de las provincias y el
0,4% los municipios (Ibíd). Si bien el gasto total es de los más
elevados de la región, el gasto público, entendido como
proveniente de rentas generales, y excluyendo a Haití y a un par
de pequeños estados insulares caribeños, es el más bajo de la
Región. En toda América somos el país que menos gasta en salud a
partir de recursos provenientes del bolsillo de sus ciudadanos.
Aunque tal subfinanciamiento se compensa con aportes
provenientes de otras fuentes (contributivos y bolsillo),
organismos internacionales sitúan en un 6% del PBI el piso
mínimo de gasto público para financiamiento de su sistema de
salud (OPS-OMS). Provincias y municipios se encuentran limitados
a las restricciones de su capacidad recaudatoria, su equilibrio
fiscal, las cuotas de coparticipación, y el financiamiento
complementario que puedan ofrecer algunos programas de carácter
nacional. Por su parte, la seguridad social provincial, exhibe
porcentajes de aporte, modelos de atención y resultados
variables según cada jurisdicción, en un entramado de manifiesta
porosidad entre ambos niveles, el contributivo y el que no lo
es.
En la medida que esta estructura de financiamiento permanece
inalterada en su peso subsectorial desde hace décadas, y que las
restricciones fiscales a las que el país inevitablemente deberá
hacer frente en un presente inmediato y en un futuro mediano,
parece evidente que el modelo de cobertura pública en salud
encontró desde el financiamiento, esperablemente su piso, pero
también probablemente su techo, quedando para cada provincia un
modelo de gestión y de provisión de servicios en el que es
posible la innovación, pero donde el encorsetamiento proviene
desde los recursos. Esta situación, cristalizada, admite el
arbitraje de partidas discrecionales, lo cual comienza a
inscribir una impronta: es el poder del Estado Nacional y no las
variables sanitarias, epidemiológicas o sociales quien da en
definitiva apoyo, sustento y auxilio al sistema provincial a
partir de los diferentes mecanismos a los que puede echar mano
para ello. Mientras el ajuste se profundiza a partir de la
pauperización del recurso humano -el equipo de salud-, y el
alargamiento de las listas de espera, a pesar de la autonomía y
heterogeneidad provincial, no es la rectoría en salud la que
define la sustentabilidad y el modelo, sino la capacidad
coercitiva del poder político.
En un contexto de transformación demográfica y epidemiológica,
el desfinanciamiento del modelo de la seguridad social se agrava
con la progresiva desaparición de los supuestos que dieron
origen al modelo contributivo (ocupación plena, formalidad, baja
morosidad, suficiencia de aportes, relativamente más bajos
costos prestacionales, etc.). Pero ese panorama mundial se
conjuga en nuestro país con un subsector fragmentado en
alrededor de 280 entidades, de las cuales sólo un 25% recauda
recursos suficientes para financiar el programa prestacional al
que están obligadas (Prosanity - IPEGSA 2022). Un subsistema que
casi durante tres décadas drenó sus beneficiarios más protegidos
sanitaria y financieramente hacia el sector privado generando un
patrón híbrido de asociación y financiamiento público con
provisión privada. Un modelo de Obras Sociales que al final de
la trayectoria activa de sus beneficiarios los deriva a un
aseguramiento carente de sustento actuarial que, por otra parte,
no actúa como modulador de precios a partir de su capacidad de
compra, sino que por el contrario se vale de su fuerza
negociadora en detrimento del resto del sistema. Un sub- sector,
finalmente, que permanece cristalizado desde 1971 sin haber
incorporado otras transformaciones que las reformas parciales de
los 90, sino que, por el contrario, fue adecuando sus usos y
costumbres a los intereses corporativos de aquel que mejor
pudiera usufructuarlos en cada momento.
Actualmente, en situación de desfinanciamiento estructural a
partir de un claro desbalance entre ingresos y egresos, agotado
y deficitario el Fondo Solidario de Redistribución depende para
su subsistencia de las transferencias discrecionales que el
Tesoro nacional pueda trasladar. De hecho, el presupuesto 2023
incluye una línea específica a tal efecto. Y una vez más se
verifica la misma traza: un subsector basado la coexistencia de
instituciones mayormente inviables, que proveen servicios de
calidad desigual a beneficiarios segmentados según capacidad de
aporte, y que dependen del arbitrio del Estado Nacional para
sostenerse en actividad. En ese contexto, no es la racionalidad
sanitaria, no es el propósito de acceder a un modelo de justicia
y equidad lo que el Estado garantiza, sino la mera subsistencia
a través del recurso discrecionalmente provisto.
Nuevamente: No es la irrenunciable potestad regulatoria de la
autoridad sanitaria la que prevalece. Es la fuerza coercitiva
del poder político.
El punto de confluencia con el sector privado llegó hace pocos
días. Los DNU publicados en la primer semana de noviembre
modificarían -en caso de ser ratificados por el Congreso- el
marco regulatorio de la medicina prepaga generando (DNU742/22)
una Comisión con el fin de analizar la factibilidad de encuadrar
a las EMP dentro de la actividad aseguradora (Ley 20.091),
particularmente en lo que hace a la solvencia técnica de las
entidades concurrentes, e introduciendo a través del Dto. 743/22
durante 18 meses el tope de incrementos en sus cuotas a un 90%
del índice RIPTE del mes precedente para beneficiarios
voluntarios o procedentes de la seguridad social cuyos ingresos
no superen los seis salarios mínimos vitales y móviles, con
prescindencia de la efectiva modificación de sus costos
empresariales, ausencia de posible incremento de cobertura y por
fuera de todo cálculo actuarial, en contradicción con el art. 17
de la Ley 26.682. Introduce -por otro lado- la obligatoriedad de
ofrecer planes asistenciales idénticos a los existentes, pero
con un 25% de deducción en su precio e introducción de copagos
como -supuestamente- mecanismo de compensación y contención de
gasto.
Independientemente de lo mucho que el tema ya había sido
impulsado en los ’90, asimilar la actividad de Medicina Prepaga
a la aseguradora, tal abre la puerta a un amplio abanico en el
que se incluyen, entre otras, la posibilidad de transformarlas
en empresas de aseguramiento por contra prestación dineraria
frente a “siniestros” de salud, y/o de modificar la
obligatoriedad de cobertura integral flexibilizando la misma. Un
modelo de HMO’s en el que el riesgo siniestral, recaiga en el
asegurado, a menos que su capacidad económica fuera tal que
estuviera en condiciones de pagar la prima de un seguro
integral. A su vez, la obligada oferta de planes idénticos al
preexistente pero cofinanciados en el momento de provisión de
los servicios, en la medida que el valor de la cuota no debe
exceder al 75% del valor actualizado a diciembre/22, el copago
necesariamente deberá ser muy alto. La introducción de ese
copago en los niveles asistenciales I y II hace caer el costo
directo de la prestación sobre el bolsillo del enfermo en el
momento preciso en que hace utilización de los servicios. A
mayor enfermedad, mayor pago. A mayor vulnerabilidad, mayor
discapacidad laboral, mayor sufrimiento, mayor pago. Se castiga
a los más enfermos para lograr una baja en la cuota de los más
sanos, y mejorar la rentabilidad empresarial. Ningún
“neoliberal” se atrevió a tanto.
Más allá de las dificultades operativas obvias que la cuestión
plantea, la introducción de este modelo configuraría un
escenario de alta concentración de oferta, en el que los grandes
actores del sector, particularmente quienes puedan hacer
confluir la medicina prepaga tradicional con la actividad
aseguradora serán los grandes ganadores. En la vereda de
enfrente, aquellas de menor peso económico y/o menor cartera
serán principales perjudicados. Entidades sin fines de lucro,
como las del amplio Mutualismo en Salud, que por definición no
cuentan con un capital que sustente la solvencia técnica
probablemente solicitada, pasarían ser actores marginales
sujetos a la resolución de un oxímoron: Por imperio de la ley
26.682 forman parte del universo de la Medicina Prepaga. Por
manda del Dto. 743 no lo estarían.
En ese entorno, es altamente probable que se generen mayores
niveles de desfinanciamiento, caída de oferta, menoscabo de
calidad y por supuesto sustentabilidad. Pero por encima de todo,
deterioro del acceso, la equidad y la justicia del modelo.
Queda entonces perfilado el modelo “integrado”: El sector
público y el de la seguridad social sujetos a la decisión y
arbitrio del poder político, con prescindencia de los aspectos
decisorios en materia de regulación sanitaria, igualación de
derechos, calidad de servicios y cuenta de resultados, y el
sector privado, con las mismas omisiones, pero relegado en su
cobertura integral sólo a un cada vez más reducido núcleo de
beneficiarios con capacidad de pago suficiente, y sujeto al
financiamiento que finalmente, se conceda a partir de
negociaciones extra sectoriales pautadas, aprobadas y publicadas
por... el poder político.
La reforma en curso en la Argentina ha abandonado toda
pretensión de apoyar la rectoría del sistema a través de su
autoridad regulatoria. Camina por el sendero de concentrar toda
decisión sobre el financiamiento en el poder omnímodo del
Estado, y se aparta de toda consideración vinculada con la
equidad transversal, la calidad asistencial y el derecho a la
salud. Más allá de la retórica confusa, efectivamente sí,
estamos caminando hacia un sistema de salud integrado, en el que
el Estado haya recuperado su poder de rectoría. Sólo que se está
haciendo sin metas sanitarias, sin criterios de justicia, sin
valores explícitos y consensuados por la sociedad en su
conjunto. Más que fortaleciendo la salud desde la rectoría del
sistema, instrumentando el sistema para que el Estado se apropie
de éste, desde la retórica vacía de una reforma sanitaria
silente.
Y de la peor manera.
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