Cerca del acto electoral, no sabemos con precisión, qué
ocurrirá en el país a partir del 10 de diciembre, y en
salud, poco o nada se muestra como propuestas. Mientras,
hay un constante deterioro: trabajadores desmotivados
que viven con incertidumbre, bajos salarios, falta de
insumos, etc., que crean un escenario de humillantes
esperas por un turno, guardias de emergencia colapsadas
por consultas que debieran ser resueltas en otros
lugares y malversación de conceptos, como inclusión, a
los que habrá que dar nuevamente sentido.
Hay una clara y entendible preocupación en la
conformación de equipos económicos, y aunque clave para
la salud, pues dentro del mismo país, riqueza relativa,
nivel educativo y ubicación del nacimiento, pueden
definir el riesgo de enfermar o morir, pero existen
pocos indicios, como se ha repetido sistemáticamente, de
nombres, condiciones y equipo que se esperan para el
próximo Ministerio de Salud.
El desafío es la oportunidad para, más allá de eslóganes
electorales, reducir en serio la pobreza, eliminar la
desnutrición, garantizar la calidad de la educación
básica obligatoria, y un sistema de salud equitativo.
Cada nuevo gobierno tuvo esta oportunidad, y casi
siempre evitó el respaldo a un modelo de política
sanitaria, que asemeje un camino, a ser transitado con
idénticos pasos, en el mismo sentido, y durante muchos
años, que exceden ampliamente a un gobierno, para
alcanzar una salud más equitativa para todos.
No logramos construir un Estado prestador eficiente de
servicios esenciales, y ha llegado el tiempo de
decisiones valientes y transparentes para el futuro. El
desafío no es equipamiento o estructura edilicia: la
tarea titánica será sacar al recurso humano de la
letanía en que se halla, que parece sin salida,
generando una mística renovada por el compromiso social,
y volver a ponerlo en el sitio de prestigio social y
respeto que antiguamente ocupará.
Esa transformación implica liderazgo y pensamiento a
largo plazo, pero en la Argentina la historia suele ser
más piadosa con quienes mantienen la olla a hervor,
llena de problemas a resolver, que con quienes muestran
la realidad (o “destapan la olla”).
Mientras, la resignación invade a los ciudadanos; se
pierde la confianza en que las instituciones del Estado
puedan prestar los servicios para los cuales fueron
creadas.
El que puede se refugia en el ámbito privado (en el cual
se atienden los funcionarios admitiendo que los
servicios que administran no son buenos). Los que no
tienen opción quedan rehenes de un Estado mediocre que
los atiende por caridad, y sufren cada día, su fracaso e
ineficiencia.
Nuestras necesidades de salud dependen de una
preocupación compartida por las vidas y el bienestar de
todos, pero confianza y reciprocidad están
retrocediendo, pues las políticas que promueven
competencia y consumo fomentan la retirada moral y
erosionan las motivaciones éticas.
Los cambios deben iniciarse con la inequívoca decisión
de alcanzar un sistema de salud equitativo, donde la
misión del hospital público no sea atender a
carenciados, sino a todos, y abandonar la peregrina idea
de que se lo defiende amotinándose dentro de él para que
nada cambie, así solo se logra que se imponga el
mercado, que se dice combatir y se habrá extraviado para
siempre el proyecto de construir una vida en
solidaridad.
Quedo atrás la pesadilla autoritaria pero el proceso
participativo que prometía comer, educar y curar, se
frustó, y el Estado abandonó su papel en salud,
especialmente con los más pobres, a los cuales la
inflación devasta. El Congreso sancionó leyes para
distintas patologías, que protegen a beneficiarios de
obras sociales y prepagas, pero no a los más pobres.
Crear estructuras innecesarias, regular deficientemente,
dejar que el sector privado determine la política a
seguir y la corrupción se lleve recursos, explica porque
la democracia ya no cura ni educa. Esto se resuelve con
un gran esfuerzo colectivo, pero algunos dirigentes, de
fortunas turbias, y empresarios prebendarios se
transformaron en extorsionadores del poder democrático y
defienden un statu quo, que les dio bonanza personal, y
trajo desgracia colectiva.
Intendentes y gobernadores, de administraciones ricas en
empleados y pobres en eficiencia no recortan micros para
actos, ñoquis ni legislaturas bicamerales, los
legisladores no resignan ni los pasajes y los jueces no
aceptan pagar ganancias.
Se generó un Estado cada vez más grande e ineficaz,
incapaz de brindar servicios públicos, y nos llevó hasta
este país surrealista y fracasado, en decadencia
sostenida.
Conseguir logros y privilegios, en cualquier nivel
social, con poco esfuerzo, generó un “facilismo” que
llevo al país a vivir por encima de sus posibilidades,
pagarlo con inflación, deuda, y una idiosincrasia
aspiracional de gastar sin producir y vivir de prestado
y una desigualdad social creciente.
Hay que tomar conciencia de que estamos mal, y deberá
postergarse la creación de organismos multitudinarios
que defienden derechos de tercer orden cuando no podemos
garantizar los de primero. Controlar gasto y eficiencia
públicas hará ruido en las calles, de aquellos que
pretenden un Estado más grande, aunque no cumpla ninguna
de sus funciones centrales, y temen perder la libertad
de ejecutar presupuestos públicos sin control y que se
corten beneficios injustos.
Los partidos políticos, están hoy ocupados en el corto
plazo, y como las corporaciones, muy preocupados por sus
intereses para pensar propuestas que los contradiga,
como cambiar conductas sociales, incrementar la
solidaridad, la honestidad, la redistribución de riqueza
y oportunidades, y la eficiencia.
La Argentina está sin rumbo, con funcionarios que viven
en Puerto Madero, a los que avergüenza la ciudad
“opulenta”, pero no la miseria que la rodea, los niños
que no comen y las provincias feudales. Parece ser un
país inviable condenado a una sucesión de crisis y una
decadencia sin freno. Pero aún con todos los dramas,
puede volver a ser el país pujante, que fue.
Para ello, harán falta grandes decisiones, coraje,
coherencia, voluntad de hacerlo postergando la
satisfacción de nuestros intereses particulares, y
entender que el mérito no es mala palabra.
Hay algo que nos puede rescatar, la fuerza vital de la
sociedad que no está en sus gobernantes ni en los
discursos del poder, sino en el espíritu de sus
ciudadanos, aquel de nuestros abuelos inmigrantes, que
construyeron aquella Argentina, que hizo que, a través
del esfuerzo y el mérito hoy estigmatizado, los hijos
vivieran mejor que sus padres.
No nos resignemos a otra cosa
(*) Presidente del
Instituto de Política, Economía y Gestión en
Salud (IPEGSA). |
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