Si hay un concepto que es aceptado en forma unánime
entre los conocedores de la política sanitaria
argentina, es el de su fragmentación, que se traduce en
una clara muestra de la dilución de la responsabilidad,
la simultánea falta de organización propia de un
sistema, y la consecuente imposibilidad de su
instrumentación en red. Dicha situación trae aparejada
una autonomización que da lugar a conductas corporativas
e insolidarias. Al estar cada sector aislado, se pierden
valiosas oportunidades de trabajo en conjunto para
revertir décadas de atraso sanitario.
Unir lo disperso, más que una necesidad, es una
responsabilidad ética y moral.
Asimismo, hay otros dos problemas que, en cuanto a sus
costos, golpean sobre la atención médica. Desde hace
tiempo, viene desarrollándose una obsesión por
incorporar tecnología médica sin criterios sistemáticos,
en una carrera desenfrenada por tratar de tener “lo
último” que ofrece el mercado en cuanto a aparatología,
sin que eso signifique que se haya evaluado la verdadera
necesidad de ese gasto. Frente al verdadero aluvión
tecnológico que desarrolla la industria, las novedades
nos desbordan y corremos el riesgo de incorporarlas per
se. Ante esa situación, se necesita más que nunca una
verdadera Agencia de Evaluación de Tecnología Médica,
que analice y testee la real importancia de la nueva
aparatología, y que establezca patrones racionales de
uso de la misma. También es imprescindible una formación
más eficiente de los recursos humanos encargados de usar
estas tecnologías. Nada es bueno en sí por ser novedoso,
sino por cómo se inserta en una sociedad, qué beneficios
concretos brinda y cómo es aprovechado por la comunidad.
El otro elemento está dado por la falta de acceso a los
medicamentos de vastos sectores. El economista y Premio
Nobel Joseph Stiglitz afirma que “los remedios tienen un
precio asignado demasiado alto, aunque el costo para
producirlo sea tan sólo una fracción de ese precio
(consecuencia de que su producción está orientada a
obtener el máximo beneficio económico, no social)”.
Stiglitz remarca que esa condición “sesga los esfuerzos
dirigidos al desarrollo de fármacos que son esenciales
para el bienestar de la humanidad”, situación a la que
agrega el aporte indirecto realizado a través de
adquisiciones públicas de medicamentos por parte del
Estado y las obras sociales.
Tenemos, por tanto, estos dos factores que dañan la
posibilidad de una atención médica solidaria y
eficiente: la incorporación irracional de tecnología
nueva y las trabas en el acceso de la población a los
medicamentos. Para el primero, hay que lograr que los
médicos evalúen los diagnósticos según criterios de
sospecha, aproximación, y certeza, y no con un uso
irreflexivo de toda la tecnología “de moda”. Para el
segundo, hay que contemplar el uso de medicamentos según
esquemas terapéuticos basados en la estadificación de la
patología tratada, y no “medicalizando” todas las
situaciones.
Para no perder de vista la primera condición mencionada,
recordemos que la fragmentación del campo sanitario se
debe solucionar con la construcción de un Sistema
Federal Integrado de Salud (SFIS), donde prime la
complementación entre el sector público y el privado.
Esa necesidad de articular los diversos componentes del
campo sanitario implica elaborar un sistema “real” de
salud, no “aparente”, con los actores concretos que
existen en el país, no como deberían ser o como se
imaginan que son en mesas de arena. Un SFIS, en pleno
funcionamiento, debería:
* garantizar la cobertura en salud: en la realidad, y no
virtualmente como la expresa la canasta de prestaciones
denominada Programa Médico Obligatorio (PMO).
* reducir los costos: especialmente los que son onerosos
por prácticas indebidas o porque pertenecen a patologías
agravadas por acciones tardías.
* mejorar la calidad asistencial: para así recuperar la
participación del componente médico, hoy devenido en
subalterno por la lógica empresaria, y recuperar el
compromiso moral del profesional de la salud con la
comunidad.
Si damos como válida la ley de Boltzmann que expresa que
“los sistemas evolucionan hacia los estados más
probables”, en una condición sanitaria como la que
impera en la Argentina, donde la característica que
ocupa “el podio” es la fragmentación, no podemos esperar
otra situación que no sea la del desorden y con él, la
dilución de responsabilidades. Este planteo pierde su
carácter teórico o abstracto cuando lo llevamos al plano
individual de los pacientes. Es decir, esa fragmentación
con su consecuente desorden y falta de responsabilidad,
impacta en el cuidado de las personas, exhibiendo a
todas luces sus desinteligencias y arbitrariedades en
los pasillos y habitaciones de hospitales de todo el
país.
Paul Krugman, otro ganador del Premio Nobel, es quien
nos señala que “en las naciones avanzadas la cobertura
de salud está garantizada por el Estado. Por lo tanto,
su ausencia, cuando se está en condiciones de llevarla a
cabo, no deja de ser una muestra de crueldad.” Por eso
mismo, y para evitar una pasividad que funcionalmente es
una conducta perversa, es primordial el rol del Estado
en su accionar de intermediación con el mercado. Es una
cuestión de poder y de moral.
La pregunta esencial es: ¿quién piensa en los pacientes?
¿Quién elabora políticas sociales que tengan como
soporte estrategias de gestión que no omitan condiciones
de vulnerabilidad de la población? Si no es el Estado,
¿quién se haría cargo?
También surgen otros interrogantes que es necesario
plantear:
* ¿Por qué tanto temor de que el gobierno cumpla con su
rol de garante en salud?
* ¿Por qué reservar su labor a aquellos que se quedan
sin trabajo o son caratulados como “carecientes”?
* ¿Por qué no implantar un observatorio de salud que
diagrame un mapa georreferencial actual que informe
sobre infraestructura edilicia, parque tecnológico
operacional, recursos profesionales según especialidad,
patologías regionales prevalentes y emergentes, e
historias clínicas que permitan monitorear la evolución
y la eficiencia de los recursos empleados a fin de
controlar gastos desmedidos o limitados?
Quisiera rescatar la recomendación de otro Premio Nobel
de Economía, Kenneth Arrow, cuando señala que “no hay
innovación sin intervención del Estado. El beneficio
comercial de toda inversión es inferior al beneficio
social.” Ya hemos atravesado la etapa en que primaba el
criterio que expresa: “El gobierno es más a menudo un
problema que una solución”. Hoy esa máxima no tiene
sentido.
Sabido es que desde hace dos siglos algunos economistas
creen estar en posesión de una ciencia sobre el
bienestar social que asegure la equidad distributiva.
Sus pretensiones refuerzan las teorías que ellos mismos
elaboran.
Pero los hay como en el caso de Arrow, Stiglitz y
Kruger, quienes con lucidez abordan el campo médico
demostrando que el eje no pasa por límites en el déficit
monetario, sino por recurrir a la lógica racional
sostenida por el conocimiento científico y el aporte de
la técnica informática.
La conclusión evidente es que, en los próximos años,
habrá que hacer muchas reformas, no sólo en las
estructuras y las culturas laborales y de la población
en general, sino también en la planificación estratégica
de manera que los porcentajes del gasto en salud se
traduzcan en bienestar social. Con el Estado en su rol
clave, y con el compromiso de todos los actores, es
posible transformar el presente fragmentado en un
presente-futuro de cohesión social, en donde los
pacientes tengan una atención sanitaria de ciudadanos
dignos. De eso se trata, de asumir la responsabilidad de
modo ético y moral.
Ignacio Katz. Doctor en Medicina (UBA)
Autor de: “En búsqueda de la Salud Perdida” (EDULP,
2006). “Argentina Hospital, El rostro oscuro de la
salud” (Edhasa, 2004). “La Fórmula Sanitaria” (Eudeba,
2003) |
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