En política la expresión maximalismo hace referencia a posturas
radicales, extremas; y minimalismo, a lo contrario. La historia
de ambas expresiones se remonta al año 1891, cuando durante el
Congreso del Partido Socialdemócrata de Alemania (PSD) realizado
en la ciudad de Erfurt, se aprobó un programa político para el
PSD conocido como el Programa de Erfurt.
El partido decidía alejarse de la tradición más moderada y
reformista, en la línea del socialismo Lasallano (por Ferdinand
Lassalle, muerto en 1864), y acercarse a los postulados
marxistas, especialmente en su concepción “científica” que
justificaba la inevitabilidad del triunfo de la revolución
socialista, dada la propia dinámica de conflictividad social que
el capitalismo y su acelerada expansión produciría.
En el Programa de Erfurt se formalizó una primera parte, la
maximalista, centrada en dicha inevitabilidad del triunfo
revolucionario y la necesidad de acelerar el mismo, y una
segunda en la que se declaraban objetivos políticos más
inmediatos, “reformistas”, a través de la participación legal en
la vida política y el mejoramiento de las condiciones de vida de
los trabajadores: el minimalismo.
El propio Lenin criticaría al Programa, refiriéndose a estos
objetivos minimalistas, a los que llamó “intereses momentáneos
del día”, diciendo: “ese sacrificio del futuro del movimiento en
aras de su presente podrá obedecer a motivos ‘honrados’, pero es
y seguirá siendo oportunismo, y el oportunismo ‘honrado’ es
quizá el más peligroso de todos”.
Eran tiempos de revolución. Con escasa tolerancia para los
matices.
Ciento treinta años después, cuando los argentinos hablamos de
los cambios necesarios en nuestro sistema de salud (y también en
otras cuestiones fundamentales de nuestra vida social y la
construcción del futuro colectivo) resurgen las posturas
maximalistas y minimalistas. Argumentos y propuestas
estratégicas que implican, en un extremo, la desaparición lisa y
llana de algunos sectores que hoy son actores protagónicos del
sistema de salud, y en el otro solo la obtención de algunos
cambios en las reglas de juego, básicamente relacionadas con la
distribución de los recursos económicos entre financiadores.
Igual que para los socialistas alemanes de hace más de un siglo
estas diferentes posturas implican también diferentes
concepciones ideológicas, y representan la defensa de diferentes
intereses, económicos y políticos.
Para aquellos socialistas decimonónicos el Estado que imaginaban
era el gran moderador y dador de justicia, equilibrio y paz.
Pero, tal como lo demostraron las revoluciones triunfantes en
Europa, Asia y África durante los siglos XIX y XX eso no
sucedió. En aquellas luchas revolucionarias, además, los
idealistas se jugaron, y muchos perdieron, la vida. O terminaron
en el exilio.
En la Argentina de hoy (y también en muchos otros países) el
Estado, y, más aún, las instituciones y los liderazgos políticos
propios de la democracia y la república, han perdido la
confianza de las personas. Han fallado también, en mayor o menor
medida, en las promesas de un creciente bienestar, justicia,
equidad y seguridad para todos. Y ahora, además, muchos de
nuestros maximalistas son actores relevantes dentro de ese mismo
sistema político, y dependen directa o indirectamente del
Estado.
El maximalismo contemporáneo recoge, entonces, la idea de ese
Estado y ese liderazgo imaginarios, constituido sobre la idea de
mayorías iluminadas que se imponen a través de un proyecto
político, a unas minorías enemigas de lo bueno. Para el
maximalismo, al fin de cuentas, el fin justifica los medios. Y
el enemigo siempre acecha.
En el extremo minimalista de la discusión, es bueno recordar la
frase de Lenin respecto del “oportunismo honrado”. Quienes solo
plantean cambios mínimos vinculados a su interés sectorial o
particular, suelen no ser sinceros cuando revisten esas
intenciones con el discurso del bienestar y la felicidad del
pueblo.
Es oportuno recordar también que buena parte del desquicio
sanitario que sufrimos tiene que ver con el acúmulo de medidas
parciales, beneficios otorgados a unos y negados a otros,
desprovistas de una lógica sistémica, nacidas de la necesidad
coyuntural de distintas administraciones, aunque,
paradójicamente, en el contexto de una crisis estructural que
mayormente no se niega, pero tampoco se enfrenta.
En la Argentina, una vez más, está todo por definirse.
Por otra parte, no hay político sensato que desconozca que el
terreno donde pisa cuando se mete con la reforma del sistema de
salud es el de la puja de múltiples, enormes y frecuentemente
contrapuestos intereses. Quizás por eso las reformas de fondo
lucen más atractivas cuando se es oposición que cuando se es
gobierno.
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