Desde hace un cierto tiempo, la pregunta que da vueltas sin
respuesta clara por parte de las autoridades sanitarias y los
financiadores en América Latina es como asignar valor a nuevas
terapias de tipo disruptivo, que poseen evidencia limitada
frente a determinadas enfermedades, pero exigen saldar la
abultada cuenta que implica su uso con el costo de oportunidad
que implica en relación con las estrecheces financieras.
A partir de la aparición de las terapias biológicas -
especialmente de las génicas (que ciertamente parecían de
ciencia ficción y hoy son una realidad) - y asociado a la
demanda de aplicación en nuestro país de dos de sus novedades -
Zolgensma® y Luxturna® - no hay duda que considerar las opciones
de adquisición para estas terapias innovadoras y potencialmente
curativas requiere una forma diferente de pensar.
Porque en estos casos -y aun con baja evidencia contrastada-
curar una enfermedad con un solo tratamiento no es simplemente
el tema del uso de un determinado medicamento. Se convierte en
una solución al sistema de salud si tal terapia logra eliminar
definitivamente los costos futuros a que obligaría una
enfermedad poco frecuente con múltiples modalidades de
tratamiento y resultados inciertos.
Obviamente, más allá del debate necesario y aun escaso sobre el
problema de la posición monopólica del fabricante y el precio
abusivo que aplica a su producto, el tema superpone cuestiones
complejas para las que no hay respuestas fáciles ni mucho menos
simplistas.
Y además requieren una discusión reflexiva, incluyendo la
necesidad de plantear soluciones creativas que permitan - a
mediano y largo plazo - satisfacer lo que se presenta como una
revolución en el cuidado de la salud, pero también una amenaza a
la propia sustentabilidad del sistema.
Si bien se trata de terapias muy prometedoras en cuanto a su
capacidad de reducir o eliminar la necesidad de tratamiento
tradicional (lo que permitiría redistribuir mejor los escasos
recursos del sistema sanitario), cuestiones como las patentes,
los altos costos de producción y de venta y las clásicas
normativas regulatorias plantean dificultades que resulta
obligatorio resolver para que estas promesas puedan constituirse
sanitaria y económicamente efectivas.
¿Cómo se pueden pagar estas terapias extremadamente caras que
pueden cambiar la evolución de una enfermedad y por ende la vida
del paciente, sin que esto lleve a despilfarrar los presupuestos
y mantener la incertidumbre acerca de la efectividad real?
Podemos mencionar algunas que pronto andarán por aquí, como el
Zynteglo®, ya avalado en la Unión Europea para el tratamiento de
la Beta Talasemia y con un precio de u$s 2.8 millones, el más
caro del mundo. O el cerliponase alfa (Brisera®), autorizada por
la FDA y la AEM para “circunstancias excepcionales” e indicada
en el tratamiento de la Lipofuscinosis Tipo 2, una rara
enfermedad que provoca degeneración de las neuronas y hasta la
muerte de quienes la padecen.
Su precio por un año de tratamiento en niños de entre 2 y 8 años
es de u$s 486.000. Pero al ser una terapia de sustitución
enzimática que debe ser administrada por vía intratecal a nivel
de los ventrículos cerebrales, además de requerir un dispositivo
específico colocado por un neurocirujano implica un largo plazo
de uso y por ende un costo muy elevado.
En este caso, el aspecto a analizar es que, respecto de su
efectividad solo reconoce un estudio de un año de duración sobre
23 niños de los cuales 87% obtuvieron cierto beneficio en los
dominios de la motricidad y el lenguaje. La incertidumbre
respecto de su efectividad real en el mediano y largo plazo es
el problema más sensible frente a la decisión de tratamiento y
concomitante financiamiento.
Lo que está faltando por parte de los reguladores es disponer de
mejores enfoques y alternativas legales respecto de cómo pueden
los aseguradores (públicos o cuasi públicos) avanzar en esquemas
de riesgo compartido (no financiar los fracasos de los pacientes
versus recompensar el éxito), desarrollar más estudios de
evidencia del mundo real en colaboración con instituciones
dedicadas a evaluación de tecnologías de la salud, profundizar
en acuerdos con la industria basados en resultados o probar con
mejoras en los esquemas de compra entre fabricantes y
financiadores en mercados más amplios que -más allá de la
confidencialidad- permitan ajustar el riesgo económico.
En esencia, que el regulador sea árbitro del problema y no un
simple espectador y provea soluciones concretas a un problema
que cada vez se torna más candente.
Por ejemplo, el Servicio Nacional de Salud (NHS) del Reino Unido
-cuya particularidad es tener frente a los medicamentos de alto
precio un enfoque centrado en la rentabilidad- ha adoptado
enfoques de pagar los mejores precios negociados en cuotas
durante varios años cuando ciertos medicamentos aseguran la cura
de determinada enfermedad. Por ejemplo, lo ocurrido con el
sofosbuvir en la Hepatitis C.
En este caso, los resultados se han seguido analizando durante
un período de cinco años en tanto se lo ofrezca como una
alternativa relativamente rentable entre curar en forma
definitiva o tratar a los pacientes con hepatitis C de por vida
incluso cubriendo eventuales trasplantes hepáticos. Este tipo de
acuerdo garantiza a la industria un nivel fijo de ingresos, pero
asegura al sistema de salud un suministro constante del producto
al precio pactado independientemente de cuándo se lo necesite.
¿De qué forma se alcanzan este tipo de acuerdos? Las discusiones
sobre financiación se centran cada vez más en el impacto real y
medible de un medicamento en el mundo real, y no solo en los
resultados que la industria muestra de los ensayos clínicos.
Esto exige una amplia recopilación de evidencia en metaanálisis
y modelos cuantitativos de simulación que utilicen datos del
mundo real para demostrar por un lado el efecto alcanzado
respecto de la progresión de la enfermedad y la mejora de la
calidad de vida.
Y por otro trazar proyecciones económicas basadas en el costo
actual y el pago potencial. De esta forma resulta posible
obtener una mayor transparencia respecto del mejor precio y las
condiciones de efectividad necesarias para la aprobación de pago
y el esquema de financiamiento.
Nadie duda que a futuro la atención de la salud ira pasando
progresivamente por el descubrimiento de terapias más novedosas
en su mecanismo de acción, de mayor impacto y precisión y con un
enfoque puesto no solo en la mejora de la condición de vida del
paciente sino en su cura definitiva. Pero esto conllevara
inexorablemente a una escalada de costos que no pueden ser
patrimonio solo de los ciudadanos que viven en países con
recursos suficientes para hacerle frente.
Según los últimos datos de PhRMA -la
asociación de compañías farmacéuticas innovadoras de Estados
Unidos-actualmente se cuenta con más de 480 terapias génicas
y celulares en fase de investigación y desarrollo, con destino
al tratamiento de un centenar de patologías. La mayoría en el
campo de la oncología.
Por tal motivo, farmacéuticas y financiadores deberán requerir
más y mejores acuerdos -especialmente en los países con mayores
dificultades económicas- que solo pueden surgir de una más firme
y estrecha cooperación.
Primero para poder predecir, medir y evaluar el desempeño de una
innovación terapéutica. Y luego para encontrar mecanismos
ingeniosos que eviten el impacto desmedido de los astronómicos
precios con que seguramente se irán a presentar, para poder
amortizar su uso y a la vez recompensar tal innovación.
Es decir, obtener un punto de equilibrio entre el mayor impacto
en la sobrevida de los pacientes y el menor desequilibrio sobre
las cuentas de los económicamente estresados sistemas de salud.
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