La pandemia de Covid-19 nos va a dejar resultados
dolorosos en vidas humanas, pero también la enseñanza
que más allá de las mejores intenciones y atenciones,
algo siempre falla en los sistemas sanitarios. Quizás la
primera y más grave de estas fallas haya sido el
ocultamiento transitorio del brote originado en Wuhan
por las autoridades sanitarias y políticas chinas. Pero
luego que este adquiriera dimensión no sólo en casos
sino en mortalidad asociada, y ante las desesperadas
medidas de atención de pacientes y control de la
población en China, bajo la más estricta cuarentena
conocida, la mayoría de los países aun pensaron que
estaban lejos geográficamente del foco. Que uno de sus
primos hermanos, el SARS, se había agotado en ocho meses
y el otro, el MERS, había tenido igual destino en el
Oriente medio. Se estaba a muchos kilómetros, y por lo
tanto su llegada al resto del mundo era -si bien
posible- controlable.
Pero nuevamente, y a pesar de las anteriores enseñanzas,
vino la segunda falla. El virus llegó más rápido de lo
imaginado. Y en una sociedad global interconectada, lo
hizo utilizando su mecanismo preferido: los aviones y
sus pasajeros. Otra vez los aviones, como en el 11-S.
Pero esta vez no manejados por terroristas, sino por
pilotos de línea que aterrizaban y despegaban con la
tranquilidad habitual de sólo solicitar ajustarse los
cinturones. Vuelos plácidos, con el enemigo escondido en
cada sintomático y -después nos enteramos- en los
asintomáticos. Así, los principales aeropuertos del
mundo: Roma, Milán, Madrid, Barcelona. Londres,
Frankfurt, Nueva York, Miami, San Francisco, San Pablo y
Ezeiza por mencionar sólo algunos, se convirtieron en
verdaderas centrífugas desde donde se dispersaron por
vía terrestre los desembarcados, en quienes lo único que
se buscaba como dato era la temperatura, muchas veces en
forma no totalmente adecuada.
Las autoridades sanitarias dijeron que se cumplieron
escrupulosamente las normas del protocolo de la OMS,
aunque es evidente que o tal protocolo, su aplicación o
ambas cosas no fueron correctamente seguidas. La
situación -y las noticias colaterales al respecto que
pronto vinieron de Europa- pusieron nuevamente sobre el
tapete la capacidad real de las autoridades sanitarias
para evitar el contagio. Se fue configurando así, en
forma solapada, un factor complejo de resolver y que
ocurre en cada posible pandemia. El agente puede
propagarse en forma escurridiza y altamente compleja
para la capacidad de respuesta del sistema de salud. A
lo que se suma el pánico.
Frente a un cataclismo sanitario como el que hoy estamos
viviendo, de alto riesgo epidemiológico, la sociedad
requiere que se le informe con calma, de manera adecuada
y transparente. Saber la verdad, aunque ésta desnude
falencias, garantiza que además de haberlo advertido
correctamente, la autoridad sanitaria dispone del tiempo
suficiente para aplicar correcciones a los
procedimientos desviados. A veces hay que vencer la
hipocresía natural del propio sistema sanitario o del
contexto político que trata de ocultar para no alarmar,
como si eso fuera algo prudente. Lo cierto es que en la
cadena de prevención siempre algo puede fallar. Y cuando
se produce el error, la crisis que trae aparejada esta
situación en el sistema siempre lleva a tomar medidas
más efectivas. Aunque algunas resulten tardías.
Todo sistema sanitario posee cuatro barreras para
minimizar el riesgo de daño, es decir evitar el contagio
o propagación de la enfermedad. La primera es la
organizativa. La segunda se basa en una estricta
supervisión de procedimientos. La tercera corresponde a
controlar los factores que permiten minimizar las
condiciones inseguras y la cuarta - quizás la más
crítica - pasa por evitar los actos inseguros. Si el
sistema en su cadena de acciones es seguro, entonces el
riesgo se minimiza. Aun si hay fallas en alguna de las
defensas, ya que la presencia de las otras lo impide. Un
simple acto no da lugar a un accidente. Siempre hay una
cadena de fallos. Y ese es el principal problema.
Para un mejor análisis de los mecanismos de prevención
en caso de epidemias por enfermedades emergentes, para
las cuales no hay medicación especifica ni vacunas,
corresponde establecer una aproximación metodológica a
su análisis. Para ello es posible aplicar el esquema del
“queso suizo Gruyere” o modelo de Reason que se aplica
en atención sanitaria a semejanza de la aviación. Este
modelo parte de la base de que hay muchos elementos en
un sistema que pueden evitar o favorecer que se produzca
el daño o evento adverso. Y permite analizar donde están
los fallos en las defensas que establecen las
organizaciones para evitar daños.
¿Por
qué se dice que el esquema es el del queso suizo o
gruyere? La característica natural de este tipo de queso
es tener agujeros a diferentes niveles. Un agente causal
sólo puede atravesar las defensas del sistema cuando en
cada barrera encuentra fallos que se alinean para
permitir su paso y producir el efecto indeseado. Es
decir, cuando la causa (agente) encuentra agujeros del
queso momentáneamente alineados en todas sus lonjas, se
genera una trayectoria de oportunidad del suceso
indeseado asimilable a una flecha.
¿El agujero en el sistema de defensa para la seguridad
del sistema se produce antes de estar en contacto con el
caso (momento cero) o durante la atención del mismo? Si
bien es cierto que la situación de contagio aumenta la
vulnerabilidad del sistema sanitario ante una epidemia,
hay varios agujeros que sortear. Pero un simple acto no
produce un accidente, sino que tiene que ocurrir una
cadena de fallos. Por ejemplo ¿Por qué se infectan los
profesionales y enfermeras/os después de agotadores
turnos en las Unidades de Cuidados Intensivos? En la
mayoría de los casos por el cansancio que genera
negligencias en el seguimiento de protocolos y/o por
propias fallas en los equipos destinados a atender a los
pacientes, denominados EPP (Equipos de protección
Personal). Puede ser por el simple hecho de quedar
“corto en las mangas” o bien retirarlos en forma no
adecuada. Precisamente, el uso seguro de un equipo de
protección requiere -además de que los haya y de
calidad- de un entrenamiento riguroso en la colocación
que garantice el dominio sobre cómo ponérselos, trabajar
con ellos, quitarlos y desecharlos, más allá de estar
diseñados de manera que faciliten su funcionalidad y
seguridad.
Cualquier equipo de protección, según su característica
y uso por parte del personal sanitario, puede tanto
minimizar como incrementar los riesgos de transmisión.
Si las gafas, antiparras o escafandra son correctamente
retiradas, se minimiza el riesgo de tocarse
accidentalmente la cara al retirarlas. Lo mismo ocurre
con la contaminación durante la asistencia del paciente,
por quedar una zona de piel al descubierto y sin
protección. Cada equipo de trabajo debe tener un Team
leader que enseñe, asista y supervise al resto mientras
se ponen y quitan el traje.
¿Cómo sigue la cadena de fallos? Fuera del lugar de
trabajo. Una enfermera contagiada se pone en contacto
con el servicio de prevención de riesgos laborales
admitiendo leve febrícula y astenia, y pese a saberla
integrante del equipo que atendía al paciente no se la
clasifica como caso sospechoso de ser investigado. Y no
lo hace porque el protocolo exige que la persona tenga
fiebre mayor de 38’5º. Si bien ningún protocolo es
infalible, el fallo se dio en la no detección precoz del
caso. Con estos antecedentes, es necesario considerar
que si bien para poder atender a posibles afectados por
Covid-19 de una manera segura para el personal sanitario
y para los demás pacientes se requiere disponer de
protocolos, instrucciones de aplicación, medios de
protección y formación adecuada, siempre está de por
medio el error humano. Sobre el cual actúan múltiples
causas. Y también reconocer que sobre el personal
asistencial la fatiga, la presión de atender casos de
altísima posibilidad de contagio y el estrés derivado
afecta negativamente la bioseguridad.
El Covid-19 no será el único problema que tendremos a
futuro. Las enfermedades emergentes son así. Surgen de
una mutación, comienzan con el caso cero y luego según
su virulencia y agresividad se diseminan rápidamente en
un mundo globalizado. Va a ser necesaria una fuerte
inversión en algunas cuestiones centrales de
bioseguridad, que siempre se aflojan y determinan
posteriormente un sálvese quien pueda. Inversión que, a
fin de no comprometer la sustentabilidad financiera del
sistema, quizás deba acompañarse de la necesaria
desinversión en ciertas prestaciones y medicamentos de
dudosa costo/efectividad.
En conclusión, ante una pandemia siempre es necesario
contemplar no sólo los fallos del sistema de salud, sino
también aquellos latentes en los humanos que forman
parte del mismo. Y buscar las causas que están en la
raíz de los efectos para prevenirlas. En salud se
aprende del error para mejorar la gestión del riesgo.
Desde una falla en el control en los aeropuertos, o
medidas de aislamiento social masivas tardías,
protocolos demasiado rígidos o mal aplicados y EPP
defectuosos a errores propios de integrantes de los
equipos de salud. Cualquier nivel del sistema puede ser
responsable de un acto o víctima de una cadena de fallos
que es necesario advertir, detectar y corregir
tempranamente para no poner en riesgo la vida de otras
personas. El problema es que siempre, Reason termina
teniendo Razón.
(*)
Titular de Análisis de mercados de salud. MEGS.
Universidad ISALUD. CABA. Argentina |
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